Escucho: “Estos pibes viven pegados a la tablet”. “¡No sé para qué le compro juguetes si lo único que usa es el teléfono o la play!” La queja se repite y se redobla. “¡No tiene paciencia!”, protesta la mamá en el restaurante mientras le enchufa el celular al gordito de dos años que maneja su chupete con tanta agilidad como busca videos. Y la pregunta es: ¿de qué nos estamos quejando exactamente? No quiero ahondar en el SÍ o NO del uso de la tecnología en niños.
El hecho es que la tecnología está para quedarse y además ¡a los adultos también nos fascina! Lo que sí me da de pensar es nuestra responsabilidad como facilitadores. Quejarse de que sólo usan eso es como protestar porque el pibe come únicamente salchichas con puré. ¿Quién pone la comida en el plato? Convengamos que los niños tienen por naturaleza la capacidad de jugar con lo que encuentran. El año pasado en las escuelas estallaba el juego de la botellita, ¿se acuerdan? Para quienes no lo vieron, consiste en lanzar una botella plástica a medio llenar e intentar que caiga parada. Este año hizo furor el spinner. En casa tuvimos de los comprados y las versiones manuales hechas con tapitas de botellas. En este momento, en el colegio de mi hijo los chicos andan como locos con los avioncitos de papel. Rescatan folletos y papeles de cualquier lado para armar diferentes modelos de aviones. Las juntadas de amigos te dejan un tendedero de papeles. Claro que todos estos juegos a veces agotan la paciencia de los adultos.
Las maestras con la cabeza por explotar del clanpum de las botellitas a la hora del recreo. Los padres podridos de levantar papeles del piso o encontrar la receta del médico transformada en un Boeing. Ni hablar del “mirame ma, mirame”. Entonces, uno sugiere el poco pedagógico: “¿no querés ir un rato a jugar con la tablet?” Y está bien, un ratito de paz no se le niega a nadie. El otro reproche que se les hace a los chicos –además de que no salen de las pantallas– es que el interés les dura poco. Está bien que la atención dispersa es un mal de la época, ¡pero lo de cambiar de un juego al otro es tan clásico en los menores como los piojos o los mocos! Hace poco escuché una situación que me pareció bastante esclarecedora de nuestro doble discurso: la mamá, con total convicción, le decía a la hija “ya te dije que no compro más álbumes de figuritas. Al final, ¿qué haces con el albúm cuando lo terminás? ¡Lo tirás al tacho!”. Lo que primero me sonó casi razonable: comprar quichicientas figuritas, la mayoría repetidas, es un gastadero de plata; luego me iluminó en otro aspecto: el juego en sí consiste en coleccionar, intercambiar, completar, buscar. La diversión está en el proceso, no en el fin. Y eso, ¿es una mala inversión? ¿Acaso tiene utilidad el rompecabezas de 1000 piezas una vez terminado? ¿Quiénes somos los impacientes? Los juguetes que se enchufan cuestan plata, pero invertir en jugar con los chicos cuesta tiempo. Y hoy por hoy, confesemos que tiempo es lo que menos tenemos disponible los padres. No juzgo, a mí también me pasa. Pero como dice Serrat “A menudo los hijos se nos parecen”, y quizás antes de la queja tengamos que mirarnos un poco más al espejo.
por Mariana Weschler
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