Irma Mogilevesky encontró la forma de entretener a sus vecinos con clases de gimnasia grupales pero que respetan el necesario distanciamiento social. Conocé a esta abuela todo terreno.
Cada tarde a las 5 en punto, los vecinos de un edificio bajo y coqueto de Villa Crespo abandonan por un rato su modorra de cuarenta para asomarse desde sus balcones al patio central del inmueble que cohabitan. Está por empezar la clase de gym a cargo deIrma Mogilevsky (@pelusamogi) su vecina de planta baja. De calzas negras y pelo blanco, la profe Irma, con sus impecables 76, acomoda bien el parlante, deja que la música trepe por el hueco del patio y arranca con un potente “¡1, 2, 3, arriba, atrás, fuerza!”.
“Por sus características, este edificio resulta ideal para estos encuentros. Son sólo tres pisos y todos los departamentos asoman hacia el patio central donde yo me ubico” describe. El resto lo hace su abultada experiencia (es profesora Nacional de Educación Física) y su personalidad arrolladora: “Toda la vida di clases. Hasta estuve en la tele (en los 60, fue parte de la troupe de Doña Petrona). Me resulta muy estimulante, así que no me costó nada arrancar”, cuenta.
Irma fue durante años profesora en y luego directora del Instituto Mogilevsky, un reconocido centro de rehabitación y fisiatría fundado en 1958 por su padre, Adolfo Mogilevsky (prestigioso entrenador y maestro de entrenadores físicos) y su mamá, Rosa Dorfman (una reconocida kinesióloga, ex directora del Instituto de Rehabilitación Psocofísica de la ciudad de Buenos Aires). En los últimos meses, ya alejada del gimnasio, continuaba con la actividad organizando con algunos vecinos salidas de gym al Parque Centenario o clases de aquarobics en la pileta cubierta de su edificio. “Cuando empezó la cuarentena y las salidas se interrumpieron, me empezaron a pedir que mandara ejercicios por Facebook, whatsapp o instagram. “¿Pero qué iba a hacer? Explicar con detalles qué músculo mover? ¿Hacerlo con dibujitos? No, ¡no es lo mio! Así que que un día saqué el equipo de música al patio, le agregué un parlante, y arranqué”, detalla.
Las primeras clases compartidas y abiertas reunieron a unos 5 o 6 vecinos de los casi 30 que viven en este edificio. Al segundo día ya eran más. Y aunque alguno protestó porque no lo dejaban dormir la siesta, con el correr de los días, al menos 15 de ellos aceptaron con ganas la práctica. Es más: piden determinado tipo de música, y dado el amplio rango etario de la vecindad (desde niños hasta abuelos), las clases pueden ir acompañadas por un rock o una sinfonía de Bach…todo vale. “El otro día alguien mandó para la clase un tema que hace una orquesta de chicas que se llama ´Las Taradas´. Era un cover de un tema clásico en idish. Imaginate lo que pasó: estamos en Villa Crespo, empezó la canción y terminamos todos cantando”, cuenta.
Las clases de gym de la abuela Irma (3 hijas, 4 nietos) no tienen descanso: van de lunes a lunes. Y duran de 45 a 50 minutos. “Son ejercicios que pueden absorber las necesidades de todos: del que le duele la espalda, del que le cuesta mover las piernas, del que tiene sobrepeso o del que es cardíaco. No apuntan a algo específico: favorecen a todos los músculos”, explica. Pero estos encuentros espontáneos aunque organizados no sólo le hacen tamaño favor al cuerpo: son una inyección de energía, un estímulo en días convulsionados, un mimo para el alma. “La idea es que cada una haga lo que puede; pero lo maravilloso de la clase grupal -aunque sea así, con cierta distancia- es que te permite mirar las dificultades que tiene el otro (porque todos tenemos alguna dificultad), y ver que el otro tampoco es perfecto resulta muy estimulante. Si tuviera que hacerlo sola frente al espejo me costaría mucho; pero pensar que todos los que quieran puedan participar me da mas pilas”, dice.
En lo que va de la cuarentena, sólo la lluvia torrencial impidió el normal desarrollo de las clases, que van religiosamente de lunes a lunes. ¿Fiaca? ¿Cansancio? ¿Algo de vagancia? Por lo visto, ninguna de ellas está en los planes de Irma. “Un día tenía pensé en aflojar y pasar la clase para la tarde siguiente. Pero 5 minutos antes de las 5 un vecino golpéo la puerta y me dijo “¡Vamos Irma! Faltan 5 minutos!. Y no podía fallarle”.