En el inicio del invierno viajamos a conocer Ushuaia, esa antigua aldea de principios de siglo que ha ido creciendo en la ladera de la montaña y que siempre ha estado enamorada del mar.
Más que una ciudad parece un pueblo de casas pintorescas de colores fuertes, donde la primer nevada de ese año la había favorecido, pues maquilló de blanco la chatarra acumulada en los patios y aceras de algunos barrios.
El silencio reina en el fin del mundo y sólo se interrumpe con el ronquido nostálgico del cormorán, el ruido de alguna cascada o el sonido de nuestros propios pasos sobre la nieve. Es un paisaje infinito, con historias y leyendas que se fueron mezclando con el aire frío que golpeó siempre nuestros rostros el tiempo que duró nuestra visita a la ciudad más austral del mundo. Solo unos mil kilómetros la separan de la Antártida y cercanas a la costa del otro lado del mar, a 650 km están las Islas Malvinas.
Paisajes con muchos senderos para explorar por tierra y por mar: el Canal de Beagle, el Glaciar Martial, el lago Escondido y Fagnano, la costanera, la Laguna Esmeralda, los diferentes museos que te acercan a conocer las costumbres de los habitantes que vivieron en esta tierra, el Tren del Fin del Mundo, el Parque Nacional de Tierra del Fuego, el Monumento a los Caídos en Malvinas, el Faro, entre otras atracciones.
Siguiendo la ruta marcada por la Cruz del Sur, los antiguos marinos creyeron descubrir el fin del mundo, pero Tierra del Fuego ya estaba poblada desde hace más de 6.000 años por grupos de indígenas entre los que se encontraban los Onas y los Yamanas, los cuales convivieron y administraron los recursos naturales de los que disponían.
Luego llegaron los europeos con sus historias de naufragios y enfrentamientos con los pueblos locales, sus exploraciones en las costas, su cartografía y sus mitos. Y así como el europeo se fue adaptando a este lugar tan indómito, la vida de los nativos se fue deteriorando hasta casi su extinción por los cambios introducidos en su vestimenta, alimentación, costumbres y en la explotación de su medio natural.
Por eso, cuando visitamos el Museo del Fin del Mundo, nos recibió el mascarón de proa de una nave inglesa que naufragó en esas costas, la exposición de varios elementos utilizados para la caza y la pesca, viejas canoas, cestería indígena, vestigios de las primeras misiones cristianas y anglicanas, y fotos que muestran la tremenda crueldad para con los indios que eran secuestrados en su lugar de origen y trasladados para estudios en museos y para ser expuestos en zoológicos humanos en Europa, exhibiéndolos como antropófagos.
Una vez fuera del Museo, siguiendo el sendero por la costanera, llegás al Puerto de Ushuaia. Allí hay un cartel que refiere a la Ley Gaucho Rivero presente en las provincias de la República Argentina con costas en el mar Argentino del Océano Atlántico Sur, que prohíbe la permanencia, el amarre y el abastecimiento de barcos con la bandera británica en los puertos de dichas provincias.
Esta Ley, debe su nombre a Antonio, el Gaucho Rivero, quien fue un peón de campo argentino que lideró un alzamiento en las Malvinas en el año 1833, meses después de la ocupación británica del territorio.
La mañana del domingo amaneció muy calma y decidimos seguir con nuestro recorrido por la costanera, llegando a la plaza donde se levantó el Monumento Histórico Nacional a los Caídos en Malvinas, un espacio dedicado a los soldados argentinos que estuvieron en la guerra y defendieron nuestra soberanía. Allí hay una placa donde las Islas aparecen recortadas en el cielo y hay una exposición de fotos permanente alrededor de la plaza relatando momentos de la guerra y los nombres de los caídos en ella.
Por la tarde, en ese silencio que solo vimos interrumpido por el sonido del viento, nos acercamos al Martial y como las aerosillas no funcionaban, comenzamos a subir caminando su ladera completamente nevada. Bordeamos un arroyo y pequeños puentes, para luego almorzar en el refugio de montaña que hay en su base.
Otro de los días, teniendo en cuenta el horario para evitar el hielo en la carretera, recorrimos unos 20 kilometros para ir a un centro de cría y adiestramiento de Siberian Alaska Huskies para disfrutar de un paseo uno de los medios de transporte más antiguos: el trineo tirado por perros.
Tuvimos que dejar el auto en la banquina sobre la carretera, y caminar los 300 metros de la entrada cubierta de nieve. Ni bien llegamos a la cabaña, la persona a cargo de los perros comenzó a engancharlos de a uno hasta llegar a ocho, para comenzar nuestro paseo por un bosque cercano. Al intuir que comenzará su paseo diario, los perros dan rienda suelta a una gran algarabía y no dejan de aullar en ningún momento.
También nos hicimos tiempo para visitar las “castoreras”, que fueron construidas por estos roedores introducidos desde Canadá para desarrollar, la finalmente improductiva, industria peletera. Si bien la producción nunca se consolidó, los castores se adaptaron al hábitat y se multiplicaron por la inexistencia de depredadores como el oso o el lobo. En todo este tiempo, derribaron árboles centenarios, cambiaron el curso de los ríos e inundaron bosques construyendo sus diques. Hoy son considerados una plaga y las autoridades han ensayado, sin resultados, todo tipo de estrategias para erradicarlos.
Otro de los sitios que visitamos fue el Presidio de Usuahia, emplazado en el lugar donde se iniciaba el trayecto en tren que hacían los reos diariamente hasta el bosque para ir a buscar leña. Ese tren resultaba fundamental para su subsistencia ya que los presos buscaban la madera para poder calefaccionarse y cocinar en este clima tan hostil.
Esta cárcel fue parte del plan de construcción de soberanía de Argentina, mediante el cual se consolidó mediante la implementación de «colonias penales». Con el trabajo de los presos en los talleres de reparaciones, panadería y construcción, se cubrieron las necesidades básicas de la población que contaba en ese entonces con apenas veinte casas. Edificaron puentes, calles y dependencias públicas, y como contraprestación recibían una renta mínima.
El recorrido por el Museo del Presidio fue coordinado para coincidir con la visita guiada, pues nos aportó infinidad de detalles. El guía describió la vida de los reclusos, los trabajos y actividades dentro de los talleres, cuya rutina era regida por el trabajo y la disciplina ya que muchos de ellos eran autores de graves delitos y habían sido condenados a cadena perpetua.
El realismo dentro del penal lo aportan las figuras de tamaño real de los guardiacárceles que custodiaban los pasillos y de los presos dentro de sus celdas con sus típicos trajes a rayas horizontales azules y amarillas, y grilletes que limitaban sus movimientos.
Por la tarde hicimos unos 11km por camino de montaña, hasta divisar la Estación de Tren del Fin del Mundo, que recorre siete kilómetros dentro del Parque Nacional.
Luego de comprar los tickets nos acomodamos en un vagón camarote y nos deleitamos escuchando las historias de esa época. Entre ellas, se narraba un escrito de uno de los cuadernos de los presos que decía: “Los días no cambian, es como que el tiempo se detuvo. Siempre lo mismo: del presidio al campamento en el bosque y después de hachar todo el día, de nuevo al presidio por el mismo tren».
A ritmo lento, el pequeño tren reciclado para el turismo, se desplaza por la ladera del Monte Susana, cruza el Río Pipo (al que bautizaron con el nombre de un preso que había escapado de la prisión y lo encontraron congelado en los días siguientes), y avanza sobre el Cañadón del Toro hasta llegar a la Cascada La Macarena donde los pasajeros pudimos descender y observar el vuelo de un Cóndor andino que desplegó sus alas con todo su esplendor.
Continuamos el viaje pasando por el cementerio de árboles, donde la audioguía explicó que las diferentes alturas en las que estaban cortados los troncos se debía a la época del año en que los hachaban. Los más altos son los que fueron cortados en invierno a nivel de la nieve.
Nos quedaron muchos caminos por recorrer en esta ciudad austral, construida por esfuerzos individuales de miles de hombres y mujeres cuyos nombres fueron borrados por el viento polar que azota diariamente el océano. Caminos que bajo esos cielos del mundo hace ya seis mil años atrás, se iluminaban con las hogueras encendidas de los Onas y Yamanas.