El pasto todavía estaba húmedo y una tranquera cerrada nos obliga a esperar la hora señalada. El escenario era perfecto para un cuento de Poe y empezaba a imaginarlo cuando el sonido del candado sacudió el guion.
Muchos habrán escuchado hablar de Felicitas Guerrero, famosa por su belleza en las tertulias del Rio de la Plata. Bautizada como Felicia Antonia Guadalupe Guerrero Cueto usaba el nombre de su madre, Felicitas. Caro fue el pago que la vida le cobró por su hermosura, envuelta en desdicha y muerte.
Me ahorro los párrafos de una Buenos Aires repartida a terratenientes. Lo cierto es que Felicitas estaba destinada a un matrimonio prometedor, asegurando un lugar en la burguesía de la alta sociedad de fines de 1800.
Carlos Guerrero, su padre, encuentra en Martín Gregorio de Alzaga, estanciero y comerciante de casi 50 años al candidato perfecto para su hija. Nada pudo hacer ella para evitarlo y con apenas 18, a muda voz, se casa el 2 de junio de 1864.
Tuvieron dos hijos varones que no vieron crecer. Félix muere a los 3 años a causa de la epidemia de fiebre amarilla que azotó a Buenos Aires y Martin a poco de nacer. Luego de la muerte de su segundo hijo, Martin de Alzaga se deprime hasta alcanzar la muerte, seis años después de casarse con Felicitas.
Racimo de propuestas parecen rodear a Felicitas a los 24 años, viuda, bella y millonaria. Es Enrique Ocampo quien busca acercarse, dicen, enamorado de ella desde hacía tiempo.
Lo cierto es que Felicitas, después de los rigurosos meses de duelo comienza a salir y conoce a Samuel Sáenz Valiente una noche de tormenta. Fue un amor correspondido y pronto llegaría el compromiso.
Pero Enrique Ocampo no puede superar el rechazo y se presenta en casa de Felicitas en Barracas y luego de una discusión le dispara. La bala cargaba horas de agonía hasta su muerte al día siguiente el 30 de enero de 1872.
Allí sus padres levantaron una iglesia, hoy conocida como la Iglesia de Santa Felicitas de estilo ecléctico alemán, diseñada por el arquitecto Ernesto Bunge e inaugurada en 1876. Hoy es parte del complejo histórico conformado por el museo, la plaza, los túneles y el templo.
Para la familia Guerrero, el pulso del tiempo se detuvo cuando su amada y bella hija Felicitas muere. Buscando alejarse de la tristeza que los abrazaba, sus padres, Carlos y Felicitas Cueto y Montes de Oca compran la estancia Santa Isabel, donde deciden construir el actual Castillo Guerrero luego de su desaparición.
Allí me encuentro, en la casona que heredara Josefina Guerrero, sobrina nieta de Felicitas (hoy ya fallecida). En mi visita, recuerdo que Josefina nos cuenta parte de la historia, sentada cómodamente y cargando varios años de una desdicha y asesinato que ahora le toca contar a ella.
He aquí el escenario de sus herederos, afrontando una pesada herencia que se alivia con la ayuda de quienes visitan el lugar. Todo lo recaudado con las visitas se destina al mantenimiento del edificio centenario que resiste en Domselaar.
Alcanfores, cedros, robles, eucaliptos y araucarias patagónicas circundan la casa de 24 habitaciones distribuidas en cuatro plantas. Un sótano elevado, vacío de mobiliario y cueva de murciélagos hacen que desista mi curiosidad por conocerlo.
El castillo de estilo clásico presume un techo con buhardillas imitando al Palacio Versalles. Columnas de orden dórico continúan al segundo piso, cumpliendo la función de sostén dibujando majestuosidad con un frontón triangular que corona la obra.
Para aquellos años, contar con agua caliente central era superlativo. Más aún, el mobiliario exquisito y refinado que por noble afronta el paso de los años en pie.
En el vestíbulo central hay un piano de 1873 que fue traído de Europa a la casa en 1890. Una cama del barroco colonial de 1880 y un retrato de Felicitas y su padre Carlos son tesoros que atestiguan los relatos.
La sala de lectura ocupa una de las habitaciones de planta baja. Con paredes enteladas de un patrón orgánico, una chimenea de hierro y la biblioteca de madera que acuna libros de lomos labrados tiene la fuerza de los cuatro metros de altura.
La escalera de cedro traída de Inglaterra es el acceso a los dos pisos superiores. Vencida al paso del tiempo rechina ante nuestros pasos.
Deambular las habitaciones arriba, en desuso, devela cómo fue un pasado que ya sólo será imaginado, sin voces cotidianas ni siestas. El vacío dejó lugar y, se me amontonan las palabras en otra #HistoriasDeCemento que merece ser narrada.
Felicitas Guerrero, un alma que aseguro ya tendrán su paraíso.
Por Silvina Gerard (@silvina_en_casapines).
Fotos: gentileza (@castillo.guerrero).