Tener un ser querido con discapacidad implica una tarea ardua, pero a veces cansa más la palabra "pena" y las barreras para la inclusión. Los pequeños gestos de ayuda son los que los padres más valoramos.
¿Quiénes somos nosotros para evaluar cuál es una vida feliz y cuál no lo es? Soy madre de Sofy, una nena con una discapacidad, precisamente parálisis cerebral. Una niña que más allá de su condición, disfruta de escuchar música y de una rica comida. Si bien su atención implica una tarea ardua, a veces cansa más la mirada del otro y derribar barreras a la hora de la inclusión.
Muchos sienten pena ante una persona con discapacidad, porque lo primero que ven es a la “discapacidad” y se olvidan de ver a la persona: creen que quien no tiene las mismas funciones o habilidades que un individuo neurotípico es alguien sufriente, que no puede alcanzar la felicidad. Y como madre, puedo decir que eso es un grave error.
Tener un ser querido con discapacidad conlleva una tarea ardua, a veces por su condición y otras no. Pero lo que más cuesta es tener que derribar barreras del entorno, como los accesos a lugares públicos, a colegios, a plazas, a las vacaciones... En los padres suele haber un cansancio de fondo: el que es acarreado por hacerse mil preguntas sobre el futuro.
Pero cada vez estoy más convencida de que si las barreras de accesibilidad fueran más bajas, ese cansancio también bajaría mucho. Por eso es importante que toda la sociedad se involucre y haga su pequeño aporte para que la vida de las personas con discapacidad sea un poco más amable; por ejemplo, no protestar porque hay que bajar la rampa del colectivo.
Hay mucho trabajo por delante: faltan más campañas de concientización y hacer cumplir la ley para la integración de los niños y niñas con discapacidad en los colegios. Faltan medios especializados y comunicadores capacitados sobre el tema. Pero más allá de estas deudas, la convivencia en sociedad comienza desde casa.
Antes de ser mamá de una nena con discapacidad me importaba muy poco la mirada ajena, pero a otros padres no les pasa lo mismo. Entiendo el proceso que transitan y cómo les pesa esa mirada tan agobiante. Como consejo les diría que miren a sus hermosos hijos, los amen así como son y con todo ese amor que los une, que salgan a la calle porque a ese amor los demás también lo ven y aprenden.
Pero cuando suelen darse esas miradas dentro de la propia familia, las emociones que nos recorren son muy encontradas. Por ello, hay que dar tiempo para aprender, para resignificar el amor y la felicidad.
Creo que como padres tenemos que desafiar a la sociedad propiciando un cambio de paradigma. Lo hacemos cada vez que salimos a la calle con nuestros hijos y nos mostramos con indiferencia ante esas miradas penosas. Es un verdadero acto de valentía, es decirles: “Acá estamos nosotros, miren todo lo que quieran y aprendan a convivir en sociedad”.
En mi caso, como madre, no me paro ante los otros desde un lugar de lástima, sino desde un lugar de lucha, donde elegimos no quedarnos encerradas y salir a disfrutar de un paseo, por ejemplo. Si las miradas ajenas fueran una preocupación, cada salida sería angustiante, y podría correr el riesgo de negarle a mi hija ir a una plaza, su espacio de ser niña. Si esas miradas nos llevan a encerrarnos, entonces hay que replantearnos dónde ponemos el foco de atención. ¿En nosotros o en nuestros hijos?
Pero diferenciemos. Los padres también merecemos conservar nuestros espacios. A quienes tengan la suerte de estar contenidos por amigos y una familia ampliada empática, el trayecto será más liviano. Tengo una amiga que desde el primer momento entendió nuestra nueva realidad familiar y dijo: “Cada vez que nos veamos, vos decime cuándo y dónde voy, yo me acomodo a tus tiempos”. Fue glorioso escucharla, sentí que no tenía que explicarle nada, ella sola se colocó en un lugar de ayuda muy importante. Porque si hay algo que quería seguir sosteniendo eran mis amistades, por más que los tiempos disponibles no fueran los mismos.
Una suma de pequeños detalles nos permiten sostener una vida razonable en todos los roles que ocupamos, además del de padres. De los otros no esperamos la pena, que no sirve para nada, sino más bien una postura activa, de mejora, de amor, de empatía. Entonces, si conocen alguna familia que está atravesando esta realidad, ofrézcanse a quedarse con el niño o niña unas horas para que los padres puedan ir a tomar un café, por ejemplo. Esos gestos son los más valorados entre quienes luchamos por darles a nuestros seres queridos con discapacidad una vida feliz.
*Daniela Briñon es publicista con un máster en Comunicación Institucional y madre de Sofy y Clara. Es la fundadora de Zona de Sentidos, un espacio de ventas de herramientas y juguetes para chicos con discapacidad. También maneja el blog zonadesentidos.com, una comunidad para padres en el que se comparte desde información legal hasta historias de vida