San Valentín. Dos palabras. Una sentencia. Un personaje disfrazado de angelito simpaticón que, ostentando el arco y la flecha, nos persigue a todos desde años en el nombre del amor. Como si quisiera cazarnos. O casarnos, vaya uno a saber.
Un demonio de alma noble. Un obispo asesinado en el nombre de la entrega. Alguien que se enfrentó al emperador Claudio II y, sin dudarlo, se animó a casar a los soldados en secreto, a pesar de las prohibiciones y los castigos.
Un hombre “valiente” que desaparece un fatídico 14 de febrero (el mismo día en el que todos salen a festejar) después de ser fusilado por los mismos que nunca pudieron perdonarle sus inconmensurables ganas de hacer feliz a los demás. Una leyenda bastante contradictoria. Por no decir patética.
Contarles de mi eterna resistencia a esta festividad, me parece redundar. Pero hay algo que sí me resulta interesante, y es tratar de entender qué festejamos cuando decimos que NOS vamos a festejar…
¿Qué nos lleva a reservar mesas, casas, hoteles y cabañas, para validar un día que, en realidad, nos obliga a mirarnos a los ojos, en lugar de invitarnos a hacerlo? ¿Por qué necesitamos sentirnos amenazados por el arco, la flecha y el calendario, para animarnos a gritarle al mundo todo eso que, si fuera por nosotros, nunca nos animaríamos a confesar? ¿El amor se celebra, se resguarda, se esconde o simplemente se vive? ¿Experimentar la sensación de saberse enamorado, no será siempre el mejor plan?
Como sea, y a pesar de las cosas que nunca entendí ni voy a entender cuando se acercan estas fechas, me parece importante revalidar, antes que nada, el amor propio. Y acá, no acordarme del pobre San Valentín es casi imposible. Porque como se habrán dado cuenta, de la boca para afuera mucho bla, bla, bla, pero de amor propio mejor ni hablar. Ustedes vieron cómo terminó. Por eso, asociar el día de los enamorados sólo con la posibilidad de que algún otro me ame, nunca me pareció un mensaje demasiado alentador.
Pero eso nos enseñaron. O al menos, eso nos quisieron enseñar: que el mejor premio nunca es aprender a querernos a nosotros mismos, sino que el mejor premio siempre es ser querido por los demás. Por los otros. Por el otro. Por alguien que, a través de su aceptación y su cariño, nos ayude a llenar todos ese vacío que nunca nos animamos a mirar.
Y ahí nuestra confusión. Nuestra confusión, y la depresión que sentimos todos cuando para estas fechas el ángel endemoniado nos encuentra sin pareja, pero nos obliga (sin permiso ni piedad) a reencontrarnos con nosotros mismos. Parece un juego de palabras, pero no. Quizás, lo mejor que podés hacer si estás soltero, es salir a festejarte a vos mismo. A brindar por todo ese amor que te constituye, y que si es propio, siempre te va a sobrar. Brindo conmigo. Brindo por mí… y por vos.
Fuente: Luciana Prodan, periodista (@luciana_prodan)