Hace poco visité una organización que lucha contra la violencia en Barcelona, la Plataforma Unitaria contra las Violencias de Género. Una de sus integrantes me comentó que -como parte de su estrategia de sensibilización pública- todos los meses convocan a una actividad en una de las plazas de la ciudad para llamar la atención sobre el horror de los femicidios. La actividad se hace todos los meses en que se registra al menos una víctima y se lamentaba mi anfitriona porque no hubo un solo mes en que no debieran llevar adelante esa campaña. En España, con una población similar a la de Argentina, hay una víctima de femicidio por mes. En nuestro país, de manera sostenida desde que tenemos registros, el número de víctimas es una cada 30 horas.
En estos últimos años, desde que el activismo de las mujeres y los feminismos puso este tema en la conversación pública, las respuestas institucionales se han expandido, jerarquizado y profundizado. Pero si le preguntamos a una mujer que está atravesando una situación de violencia sobre su experiencia frente a la búsqueda de ayuda, muchas veces su respuesta será que la complejidad que adquieren los trámites, la burocracia de la asistencia estatal y el impacto de los laberintos de la justicia la dejan más perpleja de lo que estaba al iniciar ese proceso.
En tiempos de campañas electorales, cuando los temas de agenda pública parecen enfocarse en otras urgencias y angustias (que las hay), es momento de pensar cómo seguimos. Si las políticas no han logrado todavía prevenir los femicidios ni han logrado desplegar todo su potencial en la protección de las mujeres, ¿será que hay que cambiar el rumbo? ¿Será que las instituciones que se crearon en el Estado nacional y los estados provinciales no son útiles?
Muy por el contrario. Seguramente necesitan mejorar en su eficiencia pero esto requiere una institucionalidad más coordinada, con más profesionalismo, más recursos técnicos y presupuestarios, pero no menos políticas.
Eliminar la violencia de género requiere cambiar la cultura de una sociedad que todavía ignora las marcas de las violencias invisibles: la humillación, el descrédito de la palabra, la vulnerabilidad económica, la dependencia afectiva, la sobrecarga de las tareas de cuidado y su impacto en las posibilidades de lograr la autonomía económica, el hecho de insertarse en ocupaciones peor remuneradas, informales y sin acceso a la protección social. En síntesis, una sociedad que reserva para las mujeres un papel de subordinación, fragilidad y dependencia. Identificadas en esos roles, las niñas y jóvenes comienzan a construir sus vínculos a partir de un papel que pareciera serles otorgado socialmente. Si queremos mujeres plenas, capaces de dirigir sus vidas con autonomía y libertad, necesitamos transmitir este mensaje desde todas las formas posibles: la educación temprana, los medios de comunicación, las publicidades, la literatura, la cinematografía, la política.
De cara al año electoral, un buen ejercicio sería que candidatas y candidatos planteen públicamente cuál es la relevancia que tiene la igualdad de género en el marco de un plan de desarrollo sostenible para el país, que no puede construirse sobre una sociedad que no se plantee como objetivo primordial la erradicación de la violencia de género.
Fuente: Natalia Gherardi, abogada feminista y docente argentina, Directora Ejecutiva del Equipo Latinoamericano de Justicia y Género (ELA).