“Cada generación determina su propio legado, eligiendo lo que quiere descartar, ignorar, tolerar o atesorar y la manera de preservar lo que está guardando”.
David Lowenthal (1923-2018)
El historiador David Lowenthal argumentó que el patrimonio no era la historia, sino lo que las personas eligen de la historia para definirse. Las tierras fértiles de la llanura pampeana suponían atesorar un patrimonio a legar, propiciando la producción agraria, la civilización y el progreso. Para 1825, un puñado de hombres y mujeres de entonces estaba gestando patria en el paraje Egaña.
El general Eustoquio Díaz Vélez (1782-1856), adquirió en enfiteusis unas 17 leguas en la zona del actual Tandil. Años más tarde, esas y otras 20 leguas daban origen a la Estancia “El Carmen” en honor a su esposa, Doña Carmen Guerrero y Obarrio. A su muerte en 1856, sus hijos Carmen, Manuela y Eustoquio (h) dividieron sus bienes, quedando su único hijo varón con el establecimiento.
Eustoquio Díaz Vélez hijo (1819-1909) contrajo enlace con Josefa Cano y Díaz Vélez, su sobrina e hija de su hermana Carmen. Del matrimonio nacieron el ingeniero Carlos Díaz Vélez y Eugenio Díaz Vélez, arquitecto de profesión. Será este último quien sobre estas tierras construiría el casco de la estancia “San Francisco”, en las proximidades del pueblo y estación de Egaña, razón por la que se lo conoce también como Castillo Egaña, en alusión a la estación. La obra no escatimó en gastos, trasladando obreros y materiales al sitio de construcción por medio del ferrocarril que funcionaba en la nombrada estación desde 1891.
Allí se levantó una obra dantesca de estilo europeizante, de línea ecléctica. Se inició en 1918 y no fue hasta 1930 que, con ampliaciones y mejoras llegaría su culminación. Durante su construcción, nuestro país experimentaría una suerte de revolución frente a la aparición de nuevos cánones, ordenes sociales y burgueses que se refinaban embarcados de Europa. Un status social que se definiría por medio de los usos y costumbres. La naturalización de la riqueza elitista se canalizaba en la vestimenta, la materialización de la vida social con fiestas y algarabía, donde la comida francesa ocupaba el lugar de la criolla. Las uniones maritales conservarían apellidos ilustres, de alcurnia, y sería habitual entre familias patricias las reuniones para celebrar un tea time en lugar de ronda de mate.
El castillo de Egaña construido como casco de la estancia San Francisco ostenta 77 habitaciones, 14 baños, galerías con columnas, patios internos, talleres, una torreta mirador y varios balcones que alcanzan la copa de los árboles. La verticalidad ocupaba un papel fundamental, elevarse sobre la pampa era símbolo de grandeza. El castillo contaba con salones para diferentes actividades otorgando privacidad a los miembros de la familia. Los ambientes de reunión y recepción se ubicaban en la planta baja, los dormitorios y cuartos de estar en primer piso, generando privacidad y marcando claramente el área social de la privada. Para entonces, la idea de “casa poblada” invitaba a varios miembros del linaje familiar a la convivencia.
Aquí, se reunían para vivir varias generaciones, sumados, claro está, el respectivo personal de servicio, quienes ocupaban los pisos más altos de la casa. Una época en que la construcción rural era magnificente, cargando los espacios interiores de mobiliario de claro tinte europeo que idealizaba la forma de vida del estanciero. Es por lo que usualmente vemos atiborramiento de muebles, decorados, pesados cortinados, obras de arte y bibliotecas, una recargada decoración de sus ambientes, como si temieran al vacío. Un vacío que dio lugar a repetidas historias que darían cuenta de la desdicha el día mismo de su inauguración.
Dicen que Don Eugenio debía arribar a la fiesta inaugural desde Buenos Aires, los invitados esperaban ansiosos su tardía llegada. La noticia del accidente ocurrido en la ruta apagó las velas del salón. Su hija, seguida de los expectantes invitados, partieron para nunca regresar dejando mesas tendidas, arreglos florales, vajilla y las velas, apagadas.
Ante la muerte de Eugenio en 1930, es su hija mayor, María Eugenia, quien hereda la estancia “San Francisco” y las tierras son arrendadas. Aquí es cuando, dicen, se inicia una lenta desvalorización del edificio.
Por años se contó esta historia mentirosa. El imaginario colectivo parió fantasmas, espectros y hasta espíritus de indios pampas de las campañas. Tanto olvido debía tener una explicación, al no encontrarla, la imaginación llenó de historias el abandono y la desidia. Lo cierto es que Don Eugenio Díaz Vélez murió en Buenos Aires, en su palacio de la avenida Montes de Oca del barrio porteño de Barracas.
En 1960, bajo la gobernación de Oscar Alende, la propiedad fue expropiada por la provincia de Buenos Aires. El Ministerio de Asuntos Agrarios creó para entonces la colonia Langueyú, quedando gran parte de la estancia San Francisco y su casco, el castillo Egaña ante la inminente subdivisión y adjudicación en lotes entre los colonos. Para 1965, el gobernador Anselmo Marini lo transfirió al Consejo General de la Minoridad para la creación de un reformatorio, palabra hostil, tanto como lo fue el cierre del Hogar, tras un dudoso asesinato que en la década del 70 obligó al estado a cerrar sus puertas. Dicen que, desde entonces, el palacio quedó deshabitado, un siniestro abandono, sumido en un deterioro irreparable hasta el día de hoy.
El impulso destructivo llevó a manos anónimas al saqueo. Manos que rematan la muerte y huelen el polvo infértil de sus hundidos cimientos. Imagino el ruido del silencio, hostil, adueñado por las aves anidando vida en medio del destierro.
En el año 2011, frente a la posible demolición del edificio por parte de la Municipalidad de Rauch, un grupo de vecinos autoconvocados formó una ONG llamada “Comisión por la reconstrucción del Castillo”, con el objetivo de proteger y mantener en pie este tesoro arquitectónico. Aunque está restringido el acceso por la peligrosidad de posibles derrumbes, su tarea se centra en convocar a la comunidad y dar a conocer el edificio y su historia.
Tomado por las hierbas y las malas lenguas, no tardaron en tejerse historias y leyendas que envuelven al castillo en una suerte de santuario de almas en pena. Las paredes muestran sus arrugas, las rejas su oxido, brotan marrones ruines sobre aberturas y perfiles que escuchan mentiras desde entonces.
Que podamos preservar, atesorar y valorar lo que fuera legado, que elijamos revivirlo para contar su verdadera historia, de una vez.
Fotos: gentileza Diego Cabales @dcabalesfoto.