“El primer principio de la belleza arquitectónica es que las líneas esenciales de un edificio están determinadas por una perfecta idoneidad para su uso".
Gustave Eiffel (1832 -1923)
Entre la vorágine diaria, sesgamos la mirada hacia edificios que relatan, por implicancia de sus ornamentos, los usos originales para lo que alguna vez fueron proyectados. Una ornamentación que está dada por escudos, blasones o isologos (de empresas o casa de origen), cariátides, atlantes, máscaras y mascarones. La obra que nos convoca tiene una historia que nace en lo que alguna vez fuera casa del escritor, abogado y político Alejandro Vicente López y Planes (1784-1856) que había nacido en Buenos Aires.
Andando los años, la arquitectura de hierro de comienzos del siglo XIX empezaba a dar forma a nuevas posibilidades de construcción. La Revolución Industrial, surgida en la segunda mitad del siglo XVIII en Gran Bretaña, se abría a una gran cantidad de nuevas composiciones, inimaginadas hasta entonces. El hierro, usado en Egipto para la creación de armas, ruedas, flechas y otros objetos como anillos y joyas, reaparecería en arquitectura. Los pequeños talleres que se dedicaban a la herrería fueron desapareciendo para convertirse en humeantes fábricas que dan paso a los grandes galpones para fundición. Y poco a poco se van incorporando elementos decorativos al trazado urbano como rejas, farolas, bancos, marquesinas, puertas o quioscos, estrenando una nueva manera de construcción.
Durante el siglo XIX, el hierro le fue ganando terreno a la madera, prometiendo ser parte de la nueva tecnología que marcaba el pujante progreso. En 1851 se inauguraba el primer gran edificio de la historia con estructura de hierro y cristal. El “Crystal Palace”, diseñado por Joseph Paxton en 1851, albergaría la primera Exposición Universal en Londres y sería bautizado como “arquitectura industrial”, como lo definió el crítico de la época Téophile Gautier. Una arquitectura que hacía uso del hierro y el cristal, elementos que las fábricas podían producir en masa, promoviendo la arquitectura de cálculos, la arquitectura “de los ingenieros”. Esta larga historia técnica del siglo XIX aparece plasmada en los grandes invernaderos ingleses o las fachadas de los almacenes parisinos y talleres, dando muestra de esta técnica que deja entrar la luz, iluminando naturalmente la escena de laboro en una economía de carácter urbano, industrializada y mecánica.
Nuestro país, en sintonía con los avances tecnológicos trascendidos en Europa, no quedaba afuera de la nueva morfología arquitectónica. En este sentido, las obras se encargaban en los talleres más relevantes, como lo fue el de Alexandre Gustave Eiffel (1832 -1923). El ingeniero había nacido en la Costa de Oro francesa e iniciado sus estudios con el químico Michel Perret, amigo de su tío. Ambos fueron quienes lo instruirían en el mundo de la química y minería como también teología y filosofía. Graduado en la École Centrale des Arts et Manufactures como ingeniero civil, sus primeras obras fueron estructuras de gran porte. Su trabajo quedó plasmado en el puente sobre el río Duero en Portugal (1877), la estación de Budapest Oeste (1877), el viaducto de Garabit en Cantal, Francia (1885) y la estructura de la Estatua de la Libertad, “La Liberté éclairant le monde” (1885), icono de los Estados Unidos.
Alexandre Gustave Eiffel fundó en 1868 la empresa Eiffel et Cie., dedicada a la construcción en hierro, promoviendo el desarrollo de la carpintería metálica. A partir de 1872, Eiffel recibió numerosos encargos para llevar a cabo obras de ingeniería y arquitectura en América del Sur, Europa, Asia, África, aunque su mayor logro fue en su la ciudad que lo adoptó, Paris, con la construcción de la ponderada Torre Eiffel en 1889. La tecnología industrial podía proponer nuevas formas arquitectónicas siendo un verdadero desafío para los arquitectos e ingenieros que, por cierto, no dejaron pasar.
Pero volvamos a Buenos Aires, donde para entonces las estaciones de tren y mercados fueron armados como mecanos con el nuevo material que se exponía como símbolo de progreso tecnológico. La fusión entre arquitectos e ingenieros se volvió esencial, amalgamando las sólidas construcciones a un terreno fértil para emplear el nuevo lenguaje arquitectónico de fachadas libres de académico ornamento. La arquitectura moderna llegaba a Buenos Aires en cajas para armar.
El ingeniero mecánico Domingo Nicolás Noceti Finocchio (1865-1925) fabricaba maquinaria agrícola y rural. Por entonces, encargaría a la constructora Moliné Hnos. un local como depósito, exposición y ventas para el desarrollo de su actividad en el barrio de San Telmo. La firma “El Forjador” producía molinos de viento y herramientas de campo, pero también contaba con cocinas y balanzas.
La obra fue inaugurada en 1894 y estuvo a cargo del arquitecto suizo Lorenzo Siegerist (1862-1938) quien había nacido en Schaffhausen y estudiado en la Escuela Politécnica de Sttutgart de Alemania. Su carrera se desarrolló en Argentina, levantando varias mansiones y residencias especialmente de miembros de la comunidad germana y varias otras casas de renta que se encuentran en la capital porteña.
#DatoCementero:
En 1906 comenzó la construcción de lo que hoy se conoce como Museum, un local que se utiliza principalmente para fiestas y recitales. Las columnas, herrería de obra, cabreadas y capiteles fueron construidos y traídas desde Francia en barco y ensambladas en el lugar en forma artesanal con remaches a fuego, conservando una simetría perfecta.
El local de 2000 metros cuadrados de planta libre, conocido como “Casa Noceti” se ubicaba en la calle Perú 535 del Barrio de Montserrat. Contaba con un amplio sótano, planta baja y 2 pisos en altura dispuestos como bandejas superpuestas que se sostienen por esta estructura de hierro con piezas prefabricadas que fueron fundidas en Paris, en la empresa de fundición de hierros y estructuras metálicas “Eiffel et Cie.” de Alexandre Gustave Eiffel. Vigas, columnas, ménsulas y cabreadas fueron traídas desde Francia y montadas en obra, contando con cálculos precisos y elocuentes.
Dicen que la construcción llevó diez años, en una época en que el tiempo parecía tener otra medida. Hacia ambos lados se sitúan dos pilares de mampostería y un arco con elementos decorativos, destacándose los pórticos y los amplios ventanales, fuente de claridad hacia el interior del recinto.
Remata la construcción una escultura con el forjador, ilustrando la actividad industrial que se gestaba en su interior. "El forjador" un símbolo figurativo dominando la escena, que se encuentra en lo alto coronando el edificio. Se trata de la figura de un trabajador del hierro, dando forma a una pieza de metal, empuñando con fuerza un martillo. La escultura retrata la acción de moldear el metal mediante el impacto del golpe que se remata sobre un yunque, al pie del experimentado forjador.
Años después y ante el cambio de los usos y costumbres porteñas se instaló en este mismo edificio la famosa “Ferretería Hirsch”. Actualmente funciona un local bailable, donde se mantiene la planta libre, como en sus orígenes.
Debido a su importancia patrimonial, el edificio está catalogado como Monumento Histórico Nacional y Municipal, y es visitado por personalidades del arte y arquitectura de todo el mundo que buscan el rastro de Alexandre Gustave Eiffel en América.
Raramente quien habita la ciudad tiene noción de la magnitud de su historia, ese tejido urbano como horror vacui, agobiante por momentos, que oprime nuestra mirada des focalizando el pasado, con una fuerte carga simbólica que aún se mantiene viva cuando escudriñamos fachadas porteñas olvidadas. Allí donde el relato tiene cobijo y aunque lejos quedó ese recuerdo, una placa de sitio al frente de la propiedad lo recuerda, un edificio forjado en los talleres de Gustave Eiffel, como un galardón en nuestra historia.
Fotos: gentileza Facundo Thomann @edificiosdebuenosaires.
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