Hace casi 40 años, en una visita turística a José Ignacio, me dirigí hacia un paraje en el extremo de la península que en visitas anteriores ya había llamado mi atención. En efecto, existían allí unas enormes rocas que no emergían de la tierra sino que estaban apoyadas en ella, como gigantescos cantos rodados de tal tamaño que no parecían susceptibles de ser movidos por el mar. También había restos de una cruz de madera que los vecinos atribuían a la tumba de José Ignacio.
En ese momento, una inmobiliaria (probablemente la primera) se había instalado en José Ignacio y entre sus numerosos terrenos en venta estaba incluida una porción del paisaje extrañísimo que a mí me había cautivado. Para entusiasmarme aún más, en el terreno se encontraban dos lobos marinos, ya que según me dijeron, estos animales solían reposar frecuentemente en ese paraje. ¡Qué bueno tener una casa aquí con lobos marinos en el jardín en lugar de perros!.
Era un paraje único: la punta de la punta de la península – Padrón 1 – Lote 1 – Manzana 1. Maravillosas vistas a los cuatro vientos y donde comenzó el parcelamiento. Además, las enormes rocas que obviamente conservaría, parecían esculturas de Isamu Noguchi, emplazadas con acertado paisajismo.
No me importó el precio (muy alto para la época, ínfimo hoy en día) y lo compré inmediatamente. Hice los planos para poder construir una casa allí con la tecnología más elemental. No quedaba otro remedio que recurrir a ésta en José Ignacio, ya que las empresas constructoras serias veían demasiado inconveniente ir a trabajar en este pueblo cuando el puente todavía estaba incompleto y obreros y materiales que vinieran desde Maldonado tenían que hacerlo desde San Carlos.
Sin embargo, con esta simpática “troupe” de 18 años de edad promedio pude realizar la casa, enseñándoles a varios como doblar hierros o ensamblar piedras, ya que no tenían experiencia. De los autores de la construcción, nunca fijé sus verdaderos nombres, solo recuerdo sus adorables apodos: Grasa, Mauri, Topo, Boli, Pelado, Manopla… Casi todos se mantuvieron en la zona, y si bien algunos ya fallecieron, otros configuran hoy prósperos emprendedores locales.
Los materiales usados fueron piedra de las canteras locales y palos tratados químicamente. No utilicé las maderas tradicionales de buena calidad por considerarlas un recurso de lenta renovación. Un árbol de madera dura crece en 50 años, lo mismo que un eucaliptus en 5 años. Nunca me imaginé que el largo y económico cerco de troncos tratados de mi casa se convertiría, luego, en la tipología de cerco mas difundido en Punta del Este.
El suministro de agua corriente no estaba aún establecido, por lo cual diseñé un techo enderezado a recolectar el agua de lluvia. De cualquier manera prácticamente no tuvimos que usarlo, ya que al poco tiempo el confiable servicio de aguatero de Techera y su fiel caballo Matungo fue reemplazado por el servicio oficial de aguas corrientes.
En esos tiempos, el punto de mayor atracción turística que constituían las rocas y los restos de la tumba de José Ignacio competían con la imponente silueta del carguero Renner que había encallado en la arena y se mantenía sorprendentemente erguido en medio de la playa más popular de la zona.
Delante de él se fotografiaron dos veraneantes habituales, hijos del ex-presidente Bordaberry, hoy brillantes abogados y políticos de nivel internacional.
Sin el puente terminado, al comienzo no era fácil el acceso a José Ignacio. Toda la comunicación era a través de San Carlos. Afortunadamente el padre de “Nuble”, personaje emblemático de la zona, contaba con dos buses que realizaban una eficiente labor de transporte de personas, medicamentos, mercadería, encomienda, etc. entre dicho centro urbano y José Ignacio.
Nuestra casa de José Ignacio, modesta a pesar de su tamaño, recibió a muchísimos amigos durante su larga existencia. Aunque su construcción fue extraordinariamente low-tech creo que tuvo una fuerte pero sutil influencia en la apariencia de las construcciones posteriores.
En efecto, no aparecieron más los colores cálidos, las tejas, las rocas coloradas y marrones. Por el contrario, apareció por doquier la piedra gris, los pisos de pedregullo, los cercos y balcones de troncos tratados que no constituían la apariencia habitual de las construcciones turísticas anteriores en la zona.
Por otro lado, es posible que la repercusión que tuvo la casa en este extraordinario paraje turístico animara, probablemente, a muchos argentinos a aventurarse a construir el maravilloso José Ignacio actual, que continúa brindándonos belleza y confraternidad.
Texto y fotos: arq. Carlos Libedinsky.
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