"La arquitectura no puede representar completamente el caos y turbulencias que son parte de la personalidad humana, pero necesitas poner un poco de esas turbulencias para que sea real". Frank Philip Stella (artista plástico estadounidense).
Salvador María del Carril (1798 - 1883) fue sanjuanino, hijo de don Pedro Vázquez del Carril y doña María Clara Rosa y Torres. Estudió en la Universidad de San Carlos en Córdoba donde se doctoró en Leyes en el año 1816. Aunque no trascendió su nombre como otros personajes de la política de nuestra historia, fue gobernador de San Juan y el primer vicepresidente de Argentina.
Salvador fue un reconocido jurista, liberal, unitario, aunque dicen soberbio y arrogante, su actuación pública se caracterizó por haber sido el primer ministro de economía que tuvo nuestro país.
Mientras se encontraba en Uruguay, exiliado durante el gobierno de Rosas, Salvador se casó el 28 de septiembre de 1831 con una joven porteña llamada Tiburcia Domínguez y López Camelo (1814 - 1898). Allí, en el país vecino que les dio asilo nacieron sus siete hijos (seis varones y una mujer) donde dicen, pasaron carencias económicas.
#DatoCementero
De regreso en Argentina, cuentan que Salvador recibió una importante herencia sanjuanina, lo que lo convertiría en un hombre de recursos económicos, sumado a negocios que habría generado junto a Justo José de Urquiza. Una de sus propiedades era la estancia “La Porteña”, en Lobos, donde tendría aproximadamente 63 puestos con 1.000 ovejas cada uno y alrededor de 3.000 vacunos.
Allí, la primera casa que ofició de casco era una construcción de estilo colonial que del Carril habría comprado a Cascallares. Era modesta, tenía un patio y un típico aljibe, rodeada por una verja.
Según relatos, Tiburcia, su esposa, se veía atraída por gustos y costosas excentricidades, siendo gran consumidora de joyas, vestidos y perfumes importados, para disgusto de su marido. Tanto fue el despilfarro que, Salvador abrumado por desbordados gastos, publicó en los diarios de aquel momento una solicitada advirtiendo a los acreedores que no se haría cargo de las compras de su esposa. En El Nacional, La Nación, La Tribuna entre otros diarios de entonces se leía “No me haré responsable del pago de nuevas deudas de la señora, y solicito se le suspenda definitivamente el crédito”.
Para Tiburcia fue una vergüenza y humillación, un hecho bochornoso frente a las encumbradas familias de la alta sociedad de entonces. Desde ese día, a modo de venganza, Tiburcia habría jurado no dirigirle más la palabra a su esposo. Dicen, pasaron más de veinte años sin hablarse.
Al morir Salvador del Carril, cuentan que lo primero que preguntaría Tiburcia fue cuánto dinero había dejado su esposo. La viuda, al enterarse de la fortuna que habría heredado, sin dudarlo comenzaría a gastar desenfrenadamente. Primeramente, encargó la construcción de un mausoleo para su difunto esposo al arquitecto italiano Camilo Romairone (1850-1915). Allí descansa Salvador, en el conocido Cementerio de la Recoleta.
La construcción del mausoleo, de cuatro columnas de mármol de carrara está coronada por la figura de Cronos, dios del tiempo en la mitología griega, que en sus manos exhibe los característicos elementos que lo definen, el reloj de arena y la guadaña. Debajo de la escultura lo encuentra sentado en su sillón, dispuesto en un podio con escalinatas, con símbolos de la masonería, como pisos dameros, columnas, cúpula y escalones.
El 25 de octubre de 1883 se dispone que la primera estación del ramal Lobos - Saladillo lleve la denominación de Salvador María, en memoria del Doctor Salvador María del Carril, antiguo propietario de esas tierras y un año después se habilita el tramo del Ferrocarril del Sud, Lobos - Salvador María. De acuerdo con el plano topográfico de los campos y estancias “La Atalaya”, “La Porteña” y “La Fábrica”, (copia realizada en 1897 por Federico Gómez Molina para la señora Tiburcia de Del Carril) el ferrocarril y su estación de tren afectaron las tierras de la estancia “La Atalaya”, cuyo casco se encontraba a metros de la terminal. El ferrocarril ya era parte del progreso de la zona.
Tiburcia, por su parte, viaja a Europa donde comienza su vida de disfrute. A su regreso destinó el casco de la estancia “La Porteña” de Lobos a los peones e hizo construir una nueva casa en esos terrenos, encargando al paisajista Carlos Thays el diseño del parque. Con especies que aún pueden encontrarse a los alrededores, el centenario casco que se embellecía rodeado de altas palmeras se encuentra a 1200 metros de la laguna de Lobos.
La tradición oral cuenta que la mansión fue epicentro de ostentosas fiestas y encuentros de la high society rioplatense donde no se escatimaba en gastos.
El nuevo casco de la estancia “La Porteña” fue diseñado por el francés Alberto Fabré. Construido por el ingeniero Otamendi, se inauguraría en junio de 1895. Una exquisita casa, que se esconde entre la llanura, se eleva del suelo por una importante escalera, como si le temiera a la laguna. Dicen que contaba con altos espejos y mármoles traídos de Europa, tapices franceses y escaleras versallescas. Los tres pisos se rematan con negras tejas francesas, tiene hermosos balcones y asimetría en la mansarda. Luce una maravillosa torreta digna de un castillo que oficia de torre vigía.
Serían tiempos de noches de fiestas, reuniones sociales, joyas relucientes, brillos y esplendores sin límite. Allí se realizaban importantes bailes cada 14 de abril, para festejar el cumpleaños de Tiburcia. Cuentan que se contrataba una formación completa de tren donde viajaban sus amistades desde Buenos Aires. Un sinnúmero de mozos y sirvientes llegaban con fina vajilla y bandejas, cocineros, floristas con arreglos perfumados y bandas de músicos para alegrar las fiestas que generalmente se extenderían por varios días.
Tiburcia falleció en 1898 y a pesar de sus despilfarros, dejaría una gran fortuna en hectáreas a sus herederos.
Al morir, quince años después que su esposo, se emplaza su busto en el mismo mausoleo, pero, como expresaba el testamento de la viuda, está ubicado de espaldas a su esposo. El panteón, que guarda la venganza de la esposa mal herida en su orgullo, se destaca por su ostentoso baldaquino en forma de aguja que recubre el altar donde se ubican las figuras de los dos difuntos.
Cuentan que en el testamento de Tiburcia se habría encomendado la consigna que decía “No quiero mirar en la misma dirección que mi marido por toda la eternidad…”.
Desde entonces está de espaldas a su marido, como fuera su último deseo por el caos y las turbulencias de la vida marital, de espaldas y unidos por el rencor. Nada se sabe del castillo en la actualidad, como si guardara aún el silencio que también acunan sus actuales dueños.
Fotos: Pinterest y Google.