“Lo bello no es el resplandor o la atracción fugaz, sino una persistencia, una fosforescencia de las cosas.”
BYUNG-CHUL HAN
Ningún reinado solía presidir las tierras nuestras, este vasto territorio de fértil riqueza natural no tenía ni rey ni reina. Aunque sin corona, serían los Anchorena los dueños de la colosal fortuna que pobló de lujosos palacios y excentricidades europeas el llano territorio de la patria en épocas en que, la elegancia era una cualidad del demi monde.
El fundador de la familia Anchorena en estas latitudes fue Don Juan Esteban de Anchorena quien, nacido en Pamplona en 1734 llegó al virreinato antes de los veinte años. Desde su arribo al puerto de Buenos Aires habría forjado una caudalosa fortuna, sin precedentes para el Rio de la Plata, de la mano del comercio, dicen, del próspero intercambio entre España y la colonia. Años más tarde, con el afán del estado de barrer del territorio al nativo, los Anchorena escalan hectáreas levantando estancias dedicadas a la industria ganadera.
Corría el año 1775 cuando Juan Esteban de Anchorena contrajo matrimonio con Ramona Josefa de Anaya, unión que inicia la saga del apellido sinónimo de fortuna.
Un apellido terrateniente, el más amado y odiado de las pampas, acunaría el primer título de nobleza gracias a Fabián Gómez y Anchorena, nieto de Mariano Nicolás. Dicen que se vinculó en Paris con Alfonso XII quien recibió dinero de su amigo y, cuando este fue nombrado rey, le habría otorgado a Fabian el título de conde por los favores otorgados.
Tiempo después y por la tarea eclesiástica de Doña María de las Mercedes Castellanos (1840 - 1920), viuda de Nicolás Anchorena, el Papa Pío IX asignó los honores de marquesa y luego de condesa pontificia, sumando otro título a la “corona criolla”.
Las siguientes generaciones de los Anchorena comienzan a virar hacia la actividad rural con la compra de tierras para la cría de ganado. Para conocer la faena agraria se relacionan con su primo Juan Manuel de Rosas, avezado estanciero y conocedor del campo y la actividad del saladero para la exportación. Dicen, es quien asesora a la familia Anchorena en la compra de tierras, hasta que comenzaron a familiarizarse con el nuevo escenario del negocio agroexportador, un modelo dinámico y rentable para la elite terrateniente. Las nuevas generaciones que gestaron la expansión familiar ampliaron la cartera de negocios con el mecanismo de la renta.
Para 1825 eran innumerables las hectáreas de los Anchorena en la provincia de Buenos Aires, mientras que, las residencias se ubicaban cercanas a la Av. de Mayo.
Los Anchorena de la generación posterior al 1900, levantaron sus palacios frente a la plaza San Martin, plaza donde se destacan árboles añosos; palos borrachos, jacarandas, magnolias y gomeros sobre un pronunciado declive del terreno, una barranca original de cara al rio. Una zona que guarda profunda historia, desde el siglo XVIII cuando fue mercado y depósito de esclavos.
Mercedes Castellanos de Anchorena, por su parte, se dedica a una importantísima obra a favor de la iglesia, promotora de obras de caridad y religiosas, labor sin precedentes hasta ese momento en la Argentina.
La viuda de Nicolás Hugo Anchorena (1823-1884) sería quien encarga las tres residencias que conforman el palacio. Ella viviría con su hijo Aarón Félix Martín de Anchorena Castellanos (1877-1965), el octavo hijo de los once que tuvo el matrimonio. Dicen que era dueño de un peculiar encanto, deportista y aventurero, un bon vivant.
Por su parte, la residencia central fue habitada por Enrique Anchorena y su familia, y la que da a la calle Basavilbaso fue habitada por Leonor Uriburu, viuda de Emilio Anchorena.
El palacio se construyó hacia 1905 y se inaugura en 1916 para conmemorar el centenario de la declaración de la Independencia Argentina, escenario del gran baile celebrado con tal motivo. El encargado de la obra sería el arquitecto Alejandro Christophersen (1866-1946), quien había nacido en Cádiz, España en 1866 en el seno de una familia acomodada. Estudió arquitectura en Bélgica y arte en París, llegando a la Argentina en 1888.
Las líneas de sus bocetos combinan el clasicismo con el art Nouveau para la creación de este “hôtel particulier” parisino. En favor del vocabulario clásico, sus pilastras, molduras y ornamentos, y la mansarda que corona el edificio, con sus techos de pizarra y ojos de buey, son características de la arquitectura francesa de la época, amada por la elite porteña de entonces. Tres residencias, un palacio sobre el terreno limitado por las calles Basavilbaso, Arenales y Esmeralda.
Al ingreso, un gran portal que nos recuerda al Arco del Triunfo sostiene pesadas puertas de hierro, entrada principal al patio de honor de la residencia para galeras y carruajes. En este palacio, la herrería del pórtico, rejas de balcones y marquetería de hierro forjado fueron realizados por herreros artesanos en el taller Zamboni de Buenos Aires. Aquí, el ovalo esta rematado por una balaustrada y sobre ella, se fusionan columnas de fuste libre y capitel dórico que captan la mirada.
La organización de los interiores del Palacio responde al estereotipo habitual en este tipo de residencias. Cada pabellón de cuatro pisos tiene locales de depósito e instalaciones en planta baja, salones de recepción en el primer piso, habitaciones privadas en el segundo nivel y en la mansarda, las dependencias de servicio.
Las casas se diferencian por el estilo interior, unidas por una gran galería con columnas dóricas. Los espacios protagónicos en la casa uno y dos albergan el hall principal con impactantes vitreauxs y la escalera de honor.
El "Salón Dorado", en la casa que habitaron Mercedes Castellanos de Anchorena y su hijo Aarón, resulta el ámbito más opulento y ceremonial de estilo neobarroco, enriquecido por el arte de Michelle Rondenay con una pintura que remata el techo con motivos religiosos combinados con una alegoría histórica de la conquista de América y su fortuna, representada por monedas de oro.
Mientras que el gran hall del pabellón de la tercera casa, última en construirse, está iluminado cenitalmente a través de una gran claraboya. Aquí se lucen dos exquisitos jardines de invierno. Uno de ellos, adosado a la fachada lateral sobre la calle Basavilbaso, refleja el excelente trabajo de herrería y la presencia del Art Noveau.
El estilo de vida de la elite de la belle époque fue quedando sin oxígeno alcanzados por la crisis del treinta que sacudió a las familias estancieras, haciendo caer la actividad y devaluando el precio de los campos. Para 1936 fue adquirido por el Estado Nacional y es cuando pasa a llamarse “Palacio San Martín”. Años más tarde se lo distingue con el título de Monumento Histórico Nacional.
El edificio acuna obras de artistas argentinos y americanos del siglo XX y una colección de Arte Precolombino con piezas de cerámicas, piedras y metales de culturas del noroeste de nuestro país. Además, cuenta con una biblioteca especializada en derecho internacional e historia de las relaciones internacionales.
El Salón Libertador es una ampliación posterior, donde se ubican obras de Antonio Berni y Luis Felipe Noé.
Constituye un testimonio vivo de la historia de nuestro país a través de su arquitectura, funcionalidad y simbología que expresan los valores, ideología y aspiraciones de la elite criolla y terrateniente de finales del siglo XIX y principios de siglo XX.
El contexto histórico de su construcción permite indagar en una etapa de grandes transformaciones sociales, mientras que su posterior paso de residencia privada a sede del Ministerio de Relaciones Exteriores, lo constituye en escenario de importantes eventos de la historia política nacional.
Actualmente, el Palacio San Martín alberga la sede protocolar del Ministerio de Relaciones Exteriores, Comercio Internacional y Culto. Aquí se busca generar un espacio de apertura a la comunidad con una amplia propuesta cultural, con ciclos de conciertos, charlas, producciones audiovisuales buscando promover nuestro patrimonio a los propios y al mundo.
Será que cada cuento tiene un castillo, el Palacio Anchorena avant la lettre el San Martín guarda la fosforescencia de un apellido como expresión de poder simbólico.
Los Anchorena dejaron a su paso enormes obras que siguen en pie para recordarnos que fuimos resplandor, refulgencia testimonial del máximo nivel alcanzado por la arquitectura del clasicismo francés en nuestra tierra.
Gracias Eva Farji, guía del palacio.
Fotos: Chris Beliera.
Video: Mailén Ascui.
Edición de video: Chris Calvani.