“Fue saciada por la fiebre amarilla hasta decir basta; porque los conventillos hondos del sur mandaron muerte sobre la cara de Buenos Aires y porque Buenos Aires no pudo mirar esas muertes, a paladas te abrieron en la punta perdida del oeste, detrás de las tormentas de tierra y del barrial pesado y primitivo que hizo a los cuarteadores”. Jorge Luis Borges.
Con el transcurso de los años y, a fuerza de atravesar epidemias, pestes y pandemias, Buenos Aires tuvo que replantearse el espacio urbano y los hábitos de higiene de sus ciudadanos. Para 1850 el sistema de aprovisionamiento y distribución de agua contaba con pozos, aljibes y aguateros.
La ciudad de Buenos Aires comenzó a crecer rápidamente, recibiendo sucesivas oleadas migratorias y se consolidó el puerto como punto de intercambio de mercadería.
El progresivo aumento de la población trajo con él los problemas de hacinamiento y la falta de servicios públicos para abastecer a una cantidad cada vez mayor de personas generando miasmas que contaminaron e infectaron el precario medio de vida de muchos de sus habitantes.
En contraposición, algunos otros como Mariquita Sánchez de Thomson, en su casa de Florida al 200, poseía un novedoso sistema de tubos y canillas para conducir el agua desde los patios a las tinas o el caso de Urquiza que antes de que los porteños tuvieran agua corriente y allá por 1856, Paul Doutre realizaba las primeras instalaciones de cañerías y grifos en el Palacio San José en Entre Ríos. El sistema proveía agua en la cocina, salas de baño y otros ambientes que se lucen hoy en ese museo en medio del campo entrerriano.
Las aguas del río, hacia el último tercio del siglo XIX, no eran apropiadas para la ingesta. En aquella época, Buenos Aires estaba atravesada por arroyos que culminaban en la barranca del Plata. Por ellos corrían basura, deposiciones humanas y de animales.
Las orillas mostraban un paisaje común, lavanderas trabajando a la vera de ríos y arroyos, pescadores y curtiembres desechando el descarte sin empacho, lo que convertían las aguas claras en fuente de contaminación. Los desechos de los mataderos inundaban las calles, estancando agua maloliente.
Eran verdaderos focos de infecciones y las epidemias comenzaron a abundar el tejido urbano propiciando el estallido de cólera en 1867, tifoidea en 1869 y la histórica epidemia de fiebre amarilla en 1871 que, entre otros factores, la falta de higiene urbana propiciaba su proliferación.
El progresivo avance de la ciencia, los brotes epidémicos y la coordinación de la clase política, dieron como resultado que, en 1867, se creara la primera Comisión de Obras de Salubridad, un plan concebido por el ingeniero irlandés John Coghlan, que llevaría agua segura a la población.
Lentamente, mercados, curtiembres, hospitales y cementerios se alejaron de la ciudad. Se comenzaron a abrir las calles, generar avenidas para que corriera el aire sacando los malos olores y el higienismo tomaba un rol fundamental de la mano de la Ciencia.
El proyecto incluyó la primera planta purificadora que tuvo la ciudad, el establecimiento Recoleta (hoy Museo Nacional de Bellas Artes), el tendido de cañerías subterráneas y un pequeño depósito de agua en la Plaza Lorea (actual Plaza del Congreso).
Palermo y Belgrano, que hasta entonces eran zonas de chacras y quintas, comenzaron a urbanizarse con la llegada de la aristocracia porteña que abandonaba sus casonas en San Telmo, Barracas y La Boca en busca de menos concentración de personas y aire puro.
Tip Cementero
Cementos Avellaneda nos contó que el peso total del hierro empleado en la estructura era de 16.800 toneladas y que las fundaciones y las bases descansaban en un lecho de cemento extendiéndose las zapatas considerablemente a un lado y otro de las paredes, hechas con ladrillos “aprensados”.
Sobre esta inmensa platea se levantaron macizos de mampostería de ladrillos con forma de pirámides truncadas cuadrangulares. Sobre ellos, se ubicaron bloques de asiento de granito sobre los cuales se apoyaban las bases de hierro de las cuatro columnas del mismo material que conformaban cada una de las 180 columnas mencionadas.
El primer sistema de provisión de agua que tuvo Buenos Aires fue base para el proyecto que presentó el Ing. John F. La Trobe Bateman al gobierno de Sarmiento. Aprobado en 1872, constituyó un plan de saneamiento a mayor escala, que marcó el comienzo de las grandes obras de salubridad: agua potable, cloacas y desagües pluviales.
Buenos Aires se convertiría en una de las primeras ciudades de América con un tendido de aguas corrientes, por un moderno sistema de cañerías subterráneas, inédito para la época.
El Palacio de las Aguas Corrientes fue un gran depósito distribuidor, que recibía el agua ya purificada en el Establecimiento Recoleta.
Comenzó a construirse en 1887 y se inauguró para 1894 sobre una zona elevada y descampada en la actual manzana delimitada por la Avenida Córdoba, Riobamba, Viamonte y Ayacucho del barrio de Balvanera.
La construcción del palacio llamado oficialmente “Gran Depósito Ingeniero Guillermo Villanueva” fue supervisada por el ingeniero sueco Carlos Nyströmer y el reconocido arquitecto noruego Olaf Boye (1864-1933) que llegado a Buenos Aires en 1885 trabajó con renombrados arquitectos locales como Juan Antonio Buschiazzo, Adolfo Büttner y Carlos Altgelt.
La invitación a la inauguración de las obras rezaba: “Drenaje, Cloacas, Aguas Corrientes y Adoquinado de la Ciudad” y sería inaugurado por el entonces presidente Luis Sáenz Peña.
El “Gran Depósito” con aire francés llegaba a una ciudad que dejaba atrás la “Gran Aldea” y reafirmaba su condición de Capital construyendo monumentales palacios para los edificios de gobierno, correo, congreso, educación en una época de abundancia económica y de prosperidad que promovían las clases altas y políticos.
El edificio, ecléctico en su morfología, plasma testimonio del mundo del arte y de la técnica de fines del siglo XIX. El estilo puede encuadrarse dentro del impuesto en el Segundo Imperio Francés, destacándose las piezas de cerámica policromada y los abundantes ornamentos en la fachada para ocultar 12 tanques de agua de 70 x 70 metros provistos por la firma belga Marcinelle et Coulliet según licitación de diciembre de 1886, para un total de 6.000m3 distribuidos en tres plantas.
El trabajo exterior, adjudicado a Juan B. Médici está revestido con 300.000 piezas de terracota traídas desde Inglaterra. Llegadas en barco al puerto de Buenos Aires estaban perfectamente identificadas con letras y números, para guiar su correcta colocación sobre las cuatro caras de su fachada, diferentes unas de otras.
Cuenta con techos abuhardillados de estilo francés y una fachada con 170.000 tejas vidriadas y 130.000 ladrillos esmaltados, todos enviados desde Inglaterra y Bélgica. Una paleta inédita de mayólicas, terracotas, azulejos, herrerías y carpinterías de cedro de Paraguay eran arte y parte en esta ambiciosa obra.
Las paredes de hasta 1,80 metro de espesor sostienen las 180 columnas, distanciadas seis metros entre sí. Por dentro vigas de hierro, válvulas, caños y conductos que conectan a los tanques con 72 millones de litros de agua.
Las piezas de mármol que pretendían cubrir la fachada en el proyecto original fueron reemplazadas por piezas de terracota elaboradas en las fábricas Royal Doulton & Co., de Londres, y Burmantofts Company, de Leeds.
Los techos fueron realizados en pizarra verde traída de Francia. Para 1930 el depósito estaba administrado por Obras Sanitarias de la Nación alojando allí oficinas para Aguas y Saneamientos Argentinos.
Dejó de funcionar como planta distribuidora en la década del 70. En mérito a sus valores patrimoniales y mediante el decreto 325, el Palacio de Aguas Corrientes se transformó en Monumento Histórico Nacional en 1989. Es cuando inicia un Plan de Recuperación Progresiva del edificio.
Después de años a la intemperie, óxidos, manchas y alquitranes arruinaron las piezas que habían perdido su color original. La restauración incluyó la limpieza de escaleras de carrara y de granito, pisos de madera y baldosas de Villeroy & Bosch. Se trabajó en los doce vitrales del interior, restaurados con el vidrio original. Una junta de plomo retuvo la posición de los vidrios por más de cien años.
Se repararon las puertas interiores, ventanas con celosía de una o dos hojas, óculos y las ventanas de guillotina que habían dejado de funcionar sus complejos mecanismos de cables ocultos. En los jardines, las 16 farolas, creadas en su momento en los mismos talleres de Obras Sanitarias de la Nación, están a nuevo, repintadas en su color original.
El edificio de belleza indiscutible funciona hoy como centro administrativo para la compañía de agua de la ciudad, alberga una biblioteca con el Archivo de Planos Domiciliarios y un pequeño “Museo del Patrimonio Histórico” con una colección de azulejos, grifos y tuberías antiguos entre otros artefactos sanitarios.
Impacta pensar que el Palacio de Aguas, de tan rica y noble arquitectura fuera construido sólo para albergar tanques. Lo cierto es que hay mucho más detrás de esa idea porque el ecléctico edificio pretende exaltar la importancia del agua para cada habitante.
Un recorrido histórico patrimonial trazó el camino del progreso, la funcionalidad para el bienestar común que, para muchos es tan simple como el acto de abrir un grifo, pero que arrastra la historia del progreso para la Nación Argentina.
Texto: Silvina Gerard @silvina_en_casapines.
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