A lo largo de los años, la definición de pareja fue modificándose. Hace mucho tiempo, la pareja solo era concebida bajo el mismo techo y en la misma cama. Muchas son las explicaciones pero ninguna es una verdad validada. Esta modalidad remitía al rol que algunos le dieron a la mujer en el hogar. “La que espera a su hombre”. “La que cría a sus hijos”. “La que cocina para todos”. “La que acompaña la escolaridad de los hijos”; etc.; etc. O sea, la mujer cuidaba “el nido”.
Por su parte el hombre trabajaba fuera del hogar, y a su regreso lo encontraba impecablemente organizado por su mujer. Esta modalidad fue cambiando, y no gracias al hombre. La mujer ha luchado por un nuevo rol que no discrimina el género. Las parejas ya no están unidas por el techo y la cama compartida. Las parejas están unidas por un proyecto de vida en común.
La casa ya no representa la armonía de la pareja y menos aún la calidad de su vínculo. Quedó al descubierto que una vida condenada a ser vivida bajo el mismo techo y en la misma cama, desgasta el vínculo; aumenta los efectos negativos de la rutina cotidiana; le quita erotismo a la relación y “mata” la individualidad.
Con esto no estoy diciendo que no debe vivirse bajo un mismo techo y dormir en la misma cama. Solo describo los riesgos de esta modalidad, y el trabajo sobre el cual la pareja deberá dedicar parte de su tiempo para mantener el vínculo vivaz. Es una decisión de cada cual, una u otra modalidad.
Estamos en un momento social en donde dos paradigmas se chocan entre sí; y en el medio, los que no se deciden por ninguno. Los más evolucionados buscaran vivir en casas separadas. Los más tradicionales conciben la relación bajo el mismo techo. Los del medio evitan toda relación de compromiso vincular porque ven las consecuencias indeseables de ambas opciones. Al respecto es interesante aclarar que son las personas, las que deterioran un vínculo, y no su modalidad de convivencia.
Tengo un paciente de 72 años, que hace más de 20 años que está en pareja con su mujer. La relación está inmersa en el respeto mutuo; la atracción; y la sorpresa. No hay rutina. Hay deseo de reencontrarse; y cuando duermen juntos, es porque el deseo se apoderó de ellos, y del momento. Ambos están atentos a las necesidades mutuas, pero no se obligan a decir:-“Presente”.
El “Presente” esta evidenciado en las actitudes que se dispensan. Es un tipo de “Presente” que no está representado por la presencia física del otro, sino por el compromiso emocional.
En mi criterio, la opción a la que nos estamos remitiendo, nos obliga a preguntarnos acerca de cómo funcionaría esta misma pareja, que vive en casas diferentes, al momento de criar a los hijos. Este es un gran punto, porque los niños aprenden viendo a sus padres conviviendo, cómo resolver los conflictos; aprenden a trabajar en equipo; aprenden la importancia de la empatía; aprenden la generosidad, e internalizan un modelo de pareja unidos no solo por el amor hacia ellos mismos, sino hacia sus hijos.
Como podemos deducir, la convivencia compartida, versus la vida en pareja en casas diferentes, ya no solo nos obliga a pensar acerca de la relación intrínseca al vínculo; sino que nos obliga a cuestionarnos acerca del mensaje que les transmitimos a nuestros hijos acerca de un nuevo modelo del amor, un nuevo modelo de crianza, un nuevo modelo de convivencia.
Hasta los libros que hablan de familia; y las propagandas de la TV; etc. Deberían cambiar el mensaje. Este debe ser congruente desde todas partes de donde provenga. Cuando el mensaje es congruente, el trauma es inexistente, porque se normaliza un estilo de vínculo que al día de hoy aun es disruptivo para algunos.
Es probable que hacia la normalización de lo expuesto, estemos transitando, pero aún estamos en proceso, y como en todo proceso de cambio los más audaces van primero.
Fuente: Lic Alejandro Leiterfuter (MN 30962)