Nuestro vuelo hacia tierras africanas estuvo repleto de misterios e incógnitas hasta que finalmente aterrizamos en Rabat, la capital de Marruecos. Playas, montañas, templos, ruinas y olor a especias que se mezclaban, en el aire con la brisa del mar.
Su rica historia se remonta a la época fenicia y romana, fue fundada por los almohadas en el siglo XII. Tiene como vecino al Océano Atlantico y está dividida por el río Bou Regreg, que en su desembocadura forma un estuario que la separa en dos partes: Rabat y Salé.
Ambas ciudades están muy cercanas y conectadas por varios puentes que facilitan el acceso entre ellas. Cabe decir que Rabat no es una de las ciudades más atractivas que hemos recorrido en Marruecos, la razón es que sus sitios históricos están muy dispersos entre sí.
Bajo un sol abrasador y escasa sombra tuvimos que contratar un guía local para que nos condujera a través de los lugares más destacados: el Mausoleo de Mohammed V, que es un majestuoso sepulcro real; la emblemática torre Hassan; Chellah, con sus antiguas ruinas-; la impresionante Kasbah de los Udayas y el misterioso Palacio Real.
Comenzamos nuestra aventura en La Torre Hassan, una de las más representativas, ubicada en medio de una explanada adornada con majestuosas columnas. Fue construida por el Sultán Yacub Al- Mansur, con la visión de erigir la mezquita más grande del mundo, sin embargo debido a su prematuro fallecimiento quedó inconclusa.
Actualmente, dentro del mismo recinto se construyó el Mausoleo del rey Mohammad V, donde también se enterró a su hijo Hassan II.
Siguiendo un camino arbolado, llegamos al corazón de la ciudad donde el Palacio Real toma el centro del escenario. Este conjunto de edificios alberga tanto una Mezquita como oficinas gubernamentales. Vale resaltar que este palacio no sirve de residencia al Monarca de Marruecos y su acceso esta restringido para los turistas, limitando las visitas a su fachada exterior.
Acercándonos hacia la costa, visitamos la Kasbah de los Udayas -ciudad fortificada- construida sobre un terreno que se eleva sobre el Océano Atlántico. Accedimos por una de sus puertas y encontramos dentro de sus murallas un barrio con calles muy estrechas y casas pintadas de azul y blanco. Entusiasmados, seguimos el sendero hasta la parte más alta llegando al Café Moro que tiene una preciosa vista al mar y a la ciudad de Salé.
Desde allí se accede a la bajada de una playa popular que atrae a muchas familias residentes y visitantes de Rabat. Me llamó la atención, ya que es algo que no me es familiar, ver que la mayoría de las mujeres, por cuestiones culturales o religiosas, optaban por permanecer vestidas, permitiendo que sólo sus pies jugaran con las olas mientras caminaban sumidas en sus pensamientos.
La pausada cadencia de sus pasos transmitía la sensación de que estaban compartiendo sus secretos con el océano. En tanto, los hombres y niños celebraban cada rayo de sol nadando y refrescándose en las aguas.
Existen otras playas más turísticas donde la flexibilidad de la vestimenta es más amplia y donde otras mujeres eligen prendas más cómodas para nadar o tomar sol.
Un poco más alejado del centro, visitamos Chellah, un yacimiento arqueológico con ruinas de un foro romano, casas, tiendas, una madrasa y una mezquita.
Allí también hay un jardín exótico que sirve de refugio a las cigüeñas, consideradas sagradas en la cultura musulmana debido a su asociación con la buena suerte y la prosperidad. Estas aves han elegido construir sus grandes nidos de ramas en las estructuras y torres abandonadas de las ruinas. Mientras paseábamos por sus jardines, nos sorprendieron desde lo alto con los chasquidos y sonidos rítmicos que hacen con sus picos interrumpiendo el silencio del lugar.
Dentro de las ruinas, nuestro guía nos llevo también hasta el estanque de las anguilas, un lugar dedicado a las purificaciones lleno de simbolismo cultural. Según la tradición local, las mujeres estériles deben alimentarlas con huevos duros como un ritual de fertilidad.
Esta práctica ancestral, transmitida a lo largo de generaciones, sigue siendo respetada y practicada por muchas mujeres locales hasta nuestros días. Sin embargo, debo admitir que esta ceremonia en particular despertó en mí un sentimiento de incomodidad, posiblemente debido a la presencia imponente de las anguilas emergiendo en busca de su alimento y de las mujeres sumergiéndose en el agua en busca de la ansiada fertilidad.
La importancia de respetar las tradiciones y creencias culturales locales se hizo evidente durante nuestra visita, especialmente cuando nos encontramos a tan solo unos pasos del estanque, rodeados de sepulcros que reciben veneración por parte de la comunidad de Rabat.
A pesar de que tenía el deseo de tomarme una fotografía junto a las tumbas, percibí una expresión de reserva en el rostro de nuestro guia y opté por abstenerme. Al parecer, según la creencia en cuestión, se desaconseja que las mujeres se tomen fotos frente a las sepulturas.
Nuestro recorrido por la ciudad de Rabat también incluía los zocos -mercados-, donde probamos la tradicional comida marroquí elaborada con cordero, buey o pescado, adobado con hierbas, cúrcuma, comino, cilantro, jengibre, canela o azafrán. Para concentrar el sabor, es asado dentro de un recipiente al que llaman tajine: se trata de una cazuela de barro de forma cilíndrica que tiene tapa para retener la humedad.
Otro de los platos más populares es sin duda alguna el Cuscús, elaborado con pasta de sémola y harina de trigo. Se cocina al vapor junto a diferentes ingredientes como carne de ternera y verduras, cordero y legumbres, pollo o solo verduras. A un lado de la mesa colocan un recipiente de caldo con un cucharón para hidratarlo.
A medida que dejábamos atrás los aromas de las especias y los colores de los zocos, llegamos al final de nuestro viaje a Rabat, una ciudad hospitalaria donde la cultura femenina marroquí ha sabido mantener su esencia y se manifiesta en una amalgama de vestimenta que va desde la occidental hasta las elegantes “djellabas”.
Nos despedimos de cada rincón de Rabat teniendo en cuenta que son los llamados a la oración, desde las mezquitas, los que marcan el ritmo de la vida cotidiana.
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