Fue una de esas mañanas en que se combinaron un día soleado –invitación a salir de paseo- y las ganas de seguir conociendo otro de los tantos pueblitos detenidos en el tiempo que atesora la geografía española.
Emprendimos el viaje tomando la carretera hacia Girona y no muy lejos de la frontera con Francia, divisamos un caserío sobre un pequeño cerro; llegamos a Besalú. Pueblito de calles empedradas que cuentan la historia de la importancia que tuvo Besalú durante la Edad Media por su actividad comercial, la convivencia de culturas -romanos, árabes, judíos y cristianos dejaron su impronta- y donde las guerras se vivieron con marcada brutalidad.
Para conocerlo lo recorrimos “a nuestro aire” -a nuestro ritmo, como dicen los españoles-, siguiendo las fachadas de sus casas y caminando los mismos senderos de sus antiguos habitantes: guerreros, monjes, nobles, comerciantes, judíos y cristianos. Sentimos que habíamos regresado a su época original.
A la entrada de Besalú hay un puente del Siglo XI sobre el Rio Fluviá el cual, además de conectar ambas orillas, servía para controlar el acceso de los comerciantes quienes debían pagar un impuesto al llegar a la torre. El puente, de varios arcos y columnas, está asentado sobre las rocas del río y a pesar de haber sufrido varios terremotos y crecidas de agua, las restauraciones posteriores hicieron que continúe con todo su esplendor.
Este puente es la más bella entrada al centro del pueblo, a su pintoresco Casco Histórico, que caminamos entre casas de vecinos y tiendas de artesanías hasta la Plaza de la Libertad, sitio del Ayuntamiento y algunas cafeterías. En esta plaza convergen las principales calles de Besalú.
Otra plaza muy amplia es la de Sant Pere con varias cafeterías, restaurantes, casas señoriales, palacios y donde los días martes se instala el mercadillo del pueblo.
Entre las cosas típicas que nos llevarnos de recuerdo de Besalú se destaca una botella de licor que, según pensaban en la antigüedad, era elaborado por brujas y tenía poderes mágicos: la ratafía. Posiblemente la creencia se debía a las propiedades del licor: dulce, digestivo, preparado con hierbas, granos de café y frutos secos.
Pero la figura relevante de la plaza es el Monasterio Benedictino de San Pedro, fundado por el conde de Besalú. De fachada muy simple, con dos leones que simbolizan el poder y la protección de la Iglesia frente al mal, es uno de los edificios más importantes de la zona. En el monasterio están presentes las huellas cristianas, pues Besalú también fue centro del poder eclesiástico. Muy cerca de allí, se encuentra la Curia Real donde antiguamente se dictaban las sentencias judiciales.
A escasos metros de la abadía benedictina de Sant Pere, se encuentra un lugar verdaderamente asombroso: Micromundi, el museo de miniaturas y microminiaturas de Besalú, que está dividido en tres salas. La primera es la única donde las obras pueden contemplarse a simple vista. La sala reúne escenografías, desde una farmacia del siglo XIX hasta el taller de un relojero o una peluquería de los años 20.
En la segunda sala las piezas expuestas en vitrinas son de 100 a 500 veces más pequeñas que en la realidad, razón por la cual cada una posee una lupa. Así pudimos divisar un elefante haciendo equilibrios en la punta de una aguja, un circo en plena actuación, el Arca de Noé o el taller de Gepeto al momento de crear a Pinocho con media cáscara de pistacho.
Ya para la tercera sala hay que usar microscopio, las piezas son 100.000 veces más pequeñas, por caso, un tren que pasa por el ojal de una aguja o el puente de Besalú en la cabeza de un alfiler.
Otro de los barrios con los que nos encontramos no bien descendimos del puente es el barrio judío o call, como le dicen en Catalunya. El barrio tiene una red de callecitas empedradas como Calle del Portalet, Calle del Port Vell o Calle Rocafort, parte del legado judío de la antigua judería.
Este barrio se inició con apenas un centenar de familias, en su mayoría comerciantes, que prosperaron rápidamente. Médicos, sastres y prestamistas convivieron pacíficamente durante siglos con la comunidad cristiana, paz que se acabaría al ser expulsados por orden de los Reyes Católicos.
Siguiendo el camino por las escaleras de la Baixada logramos llegar a los restos de la Sinagoga y al Mikve, la casa de baño que utilizaban los judíos en un ritual de purificación del cuerpo, tanto para hombres como para mujeres; ellos debían descender los escalones hasta el agua y sumergirse allí tres veces. Este ritual más la higiene que empleaban en los alimentos, benefició a la comunidad en los años de la peste negra, evitando que muchos judíos enfermaran.
Seguimos el sendero que baja hasta el río Fluvià -que este año atraviesa Besalú con poca agua- y llegamos a la calle del Portalet, pasando delante de una silla de tres patas, en la que nadie puede sentarse. Es una escultura del artista, escultor y poeta colombiano Duván López, residente en la localidad. Según él, “la paz, es como una silla que se tiene que construir y cada uno de nosotros somos la cuarta pata”.
Continuamos con el objetivo de arribar a la orilla y meter los pies en las frescas aguas donde algunos patos disfrutaban chapoteando esa bella mañana.
Descendimos al lecho fluvial bordeando la ribera del río por su parte baja y cruzamos hacia la otra orilla sobre un pequeño camino; tomé fotos del reflejo del puente y parte del pueblo sobre sus aguas.
Y así, bajo estos cielos del mundo, después de habernos dejado llevar por las ganas de caminar cada calle estrecha y sinuosa de la villa medieval de Besalú, quisimos traernos nuestra historia, ésa que nos contaron las piedras y los espejos de agua que duplican la realidad del pueblo sobre las aguas del río.