De los tantos pueblos medievales de España, de esos que se nos presentan como congelados en el tiempo, de los que invitan a repetir la visita, elegimos uno al que volvimos por segunda vez luego de haber estado allí en temporada estival.
Un pueblo escondido en un rincón de las montañas de la Comarca de Osona, a poco más de hora y media de Barcelona, el pueblo de Rupit.
Rupit surgió como tal hacia el siglo XII cuando familias nobles levantaron sus casas de piedra entre las montañas, rodeando el Castillo. La base del Castillo es de roca, que en latín, es ruper. De ahí el origen del nombre del pueblo.
Consecuente con el espíritu de pueblo medieval, Rupit debe su fuente de ingresos primordialmente al turismo, que llega en gran número tanto en verano como en días feriados. En el fin de semana que estuvimos nosotros se festejaba el Mercado Medieval, que tiene como uno de sus atractivos singulares el hecho de que casi todo el pueblo se viste como en épocas remotas.
También es usual asistir a la carneada de cerdos con el propósito de tener embutidos para la próxima temporada. Es una tradición romana que en estas fechas, sobre todo en días secos y frescos, los lugareños experimentados muestren al visitante cómo se corta el jabalí para obtener los mejores chorizos y las más ricas morcillas.
Como es un pueblo que cumple nueve siglos de existencia, tiene leyes municipales que prohíben el acceso con vehículos, por lo que debimos dejar el auto en el estacionamiento para ir hasta el núcleo urbano cruzando un puente colgante de cuerdas y maderas que se balanceaba con nuestros
pasos. Su precaria fragilidad hace que no puedan cruzarlo más de diez personas a la vez. El puente -uno de los grandes atractivos del pueblo- fue construido para dejar que el rio que rodea Rupit sea un lecho natural para las aguas pluviales.
Ya dentro del pueblo, percibimos esa sensación de intemporalidad que se consigue al estar en un lugar medieval caminando por sus calles adoquinadas mientras nos dirigíamos a la Plaza Mayor donde se encuentra el Ayuntamiento. En el trayecto vimos las asombrosas casas de piedra original, con puertas de madera, con balcones y ventanas labradas cubiertos de flores. En algunas fachadas, escudos, inscripciones con fechas, nombre del dueño, como así también dinteles -parte superior de las puertas- que dan testimonio de oficios, comerciantes y artesanos de antaño.
El Castillo de Rupit se halla en medio del pueblo rodeado de bosques, grutas y tumbas prehistóricas. Y desde esa calma que se respira en silencio se han tejido varias historias; una de ellas cuenta que en tiempos de guerra había un gato que salía por el túnel de una de las torres del Castillo y alimentaba con peces a los sitiados dentro.
La calle Fossar -foso o cementerio- es algo empinada; sin embargo posee antiguas escaleras talladas en la roca, que facilitan el paseo. Se ven casas de arquitectura característica y una cruz. Es la calle más pintoresca del pueblo.
Muy cerca de allí, en la parte baja de la calle, aparece una construcción de estilo barroco: la Iglesia de San Miguel, cuya fachada pintada de blanco contrasta con el resto de casas. Pero hay más que hacer en Rupit. Pudimos disfrutar de paseos en bicicleta y andar por una de las rutas de senderismo más popular: la caminata hasta el Salt De Sallent; una cascada de 100 m de altura. Atravesamos pequeñas sendas entre robles y abedules, bordeando y cruzando riadas mientras invadíamos los senderos donde habita la salamandra.
Al inicio de la caminata habíamos observado a lo lejos, construida sobre un cerro rocoso, la Ermita de Santa Magdalena, rodeada de un parque público. Resulta necesario destacar aquí que la caminata fue facilitada por una correcta señalización. Esto evitó, desde luego, que nos perdiéramos. Como en un juego, el camino está señalado con flechas de ida y vuelta que hay que descubrir sobre los troncos de los árboles y en el resto de la vegetación.
Regresamos casi cuando caía la tarde. Apuramos el paso porque no queríamos perder el hecho de sentarnos a la mesa de un bar del pueblo para saborear alguno de sus platos típicos como arroz con conejo y butifarra.
Cuando el frío del invierno hizo sentir su presencia sobre nuestras espaldas, estábamos seguros de que bajo los cielos del mundo en ese pequeño pueblo medieval, las únicas que se atreverían a salir esa noche, serían las estrellas.