No me doy cuenta, pero la mayoría del tiempo que paso despierta me encuentro cumpliendo con una rutina cotidiana (y bestial) que me lleva de las narices, sin siquiera poder detenerme a pensar en si todo eso que hago de forma frenética es tan necesario.
No importa cuanta buena onda y energía le ponga, el día arranca dentro de un huracán del que me es difícil sacar la cabeza para respirar un poco, porque la lista de tareas es eterna y después de toda la jornada tachando pendientes, a la mañana siguiente se vuelve a reiniciar de una forma tan espectacularmente frustrante que casi que me rio para no llorar.
El despertar, el aseo y el traslado. Actividades extracurriculares. La comida, la siesta y la hora del baño, sin tener en cuenta berrinches, caprichos, negociaciones y enfermedades, entre miles de otras cosas que estoy obviando. Voy tanto de acá para allá que a veces fantaseo con dejar surcos en el piso para que mi actuación diaria sea un poco más heroica.
Al final de cuentas, todo mi día transcurre mientras “tengo cosas para hacer”.
Pero hay un momento, que creo que es un poco de todas las madres (o al menos de la mayoría), en el que los hijos cumplen años y con un cachetazo de realidad una se ve obligada a detenerse para ver con claridad lo apuradas que estamos para todo y lo mucho que nos perdemos en el camino.
En qué momento creció así? Fue de un día para el otro o es que yo estuve muy ocupada con cosas que no valían la pena? Porque siempre tengo esa sensación de que todo el tiempo hay algo “más importante para hacer”?
Arranco el día queriendo ser la mejor, lo juro. Pero como si tuviese al ángel y al demonio en cada uno de mis hombros, de un lado están mis hijas pidiendo la atención de su mamá y del otro mis responsabilidades de adulta esperando ansiosas.
Quiero disfrutarlo y con cada sacudón de estos logros ser más consciente. Me palmeo a mi misma por el inmenso esfuerzo que vengo haciendo y si bien no es suficiente, ya el haber renunciado a mi trabajo para estar más disponible, me demuestra que por lo menos lo estoy intentando.
Mentiría si digo que no respondo varias veces al día “tengo que hacer cosas” o “apurate que no tengo tiempo”.
Engañaría a todos si reconozco que estoy llena de paciencia para que exploren la vida a su tiempo y ganen independencia. Sería una farsante si hago de cuenta que no llego al final del día agotada de todo lo que mi cabeza va tramando, mientras las horas transcurren y el tiempo se me acaba.
No crecieron de un día para el otro. No importa cuantas fotos tenga en mi celular. Recorro el carrete de miles de imágenes y me doy cuenta de todos los momentos que olvidé porque pese a que fui yo la que retrató cada uno de esas escenas, mi cabeza estaba en otro lugar.
Lo veo claro. Me esfuerzo por disfrutar del momento pero como “estoy ocupada con otras cosa” me miento creyendo que si hoy me apuro por hacer todo lo que tengo pendiente mañana podré estar más disponible para disfrutarlo.
Y acá estoy, una vez más, esperando para soplar una nueva velita en la torta decorada con perritos, mientras confirmo todos los momentos que se me escurrieron de las manos, sin siquiera haberlo registrarlo.
Ya lo entendí. Sé que no puedo recuperar lo que me perdí, pero con esa lista inmensa de pendientes que se resetea con cada amanecer, también llega una nueva oportunidad de disfrutar lo que ayer no me permití y ya no me quiero volver a perder.
Fuente: Johanna Gambardella (@mami.tasking)