Faltaba solo una hora para que Franco comenzara una nueva etapa en el jardín de infantes de su nuevo colegio. Tenía 4 años y hacía pocos meses su corta vida había dado un vuelco irreversible, había tenido que abandonar repentinamente el trono de hijo único. Su hermana recién nacida ya estaba instalada en el corazón de su casa y de su familia. Como si eso fuera poco lo habían cambiado a un colegio donde poder continuar su educación hasta el egreso del secundario.
Franco no entraba en razones de tantos cambios, muy frecuentemente les preguntaba a sus padres cuando iban a venir a buscar a su hermana y se mostraba muy reacio a conocer amiguitos nuevos en su nueva escuela. Sin embargo llegó el día. Con su uniforme nuevo caminó de la mano de su mamá hasta la puerta del jardín. El primer día de clases iba a ser de dos horas para que los niños se pudieran adaptar a la nueva rutina. Con lágrimas tímidas se acercó a su mamá y antes de entrar al aula le pidió que no se fuera, que lo esperara detrás del árbol que se veía a través de la ventana de su sala.
Ana, su mamá, le prometió que iba a estar esperándolo atrás de aquel árbol, que cada vez que él sintiera tristeza, miedo o ganas de irse del jardín se asomara por la ventana y mirara el árbol que ella iba a estar ahí. Las dos horas pasaron, Ana se quedó apoyada en uno de los autos que estaban estacionados frente al árbol y se incorporaba cada vez que los ojitos de su pequeño se asomaban por la ventana en búsqueda de su refugio. Fueron dos largas horas, sus piernas estaban cansadas y ya no le quedaban aplicaciones que mirar en su teléfono para distraerse y pasar el tiempo. Sin embargo el abrazo y la sonrisa luminosa de su hijo en la puerta del jardín al reencontrarse, desvanecieron en segundos cualquier molestia de agotamiento.
Años más tarde, cuando el niño estaba iniciado el quinto grado, parado en el mismo árbol que años atrás fuera el faro donde buscar a mamá, se le acercó y le dijo al oído: - Mamá, a partir de hoy acompañame hasta este árbol y a la salida no estés en la puerta tampoco, esperame acá también -. Ana le dió un beso y con una sonrisa apretada por la emoción le contestó: - Claro, hijo! A partir de hoy vas a entrar y salir del colegio solo, yo voy a estar mirándote desde acá-.
Desde pequeño entrenaba en un equipo de fútbol del Club de su barrio. Luis, su papá, lo llevaba muy temprano cada sábado por la mañana, sin importar el clima y las temperaturas, Luis se pasaba horas sentado en las gradas alentándolo aunque más no sea con su mirada atenta y el abrazo habitual de final de cada partido. Franco no era el más talentoso pero con su disciplina y sentimiento de equipo, se ganó la titularidad y el cariño de todos sus compañeros.
Mientras volvían de cada partido Luis y Franco repasaban cada instancia del juego. Generalmente Luis aprovechaba esos momentos de complicidad con su hijo para compartir anécdotas de su vida, recuerdos de la infancia de Franco o aunque más no sea hablar de música.
Los años pasaron y Franco egresó del colegio secundario. Siguió jugando con su equipo del club de siempre y se inscribió para continuar estudiando en la Universidad. Una noche de verano estaba con su grupo de amigos en un bar, se alejó un momento para ir a la barra a buscar un trago, cuando de pronto un joven unos años más grande que él se acercó muy amigablemente, inició una conversación y le dijo, mientras le mostraba de su mano pastillas de éxtasis: - Te puedo dar para vos y si querés para alguno de tus amigos. Te espero en el baño -.
Si bien estas situaciones eran comentadas en su círculo de conocidos, a Franco nunca le había ocurrido toparse con la posibilidad de saltar un límite con tan solo abrir su propia mano. Tenía ante él la fantasía de saborear el misterio de lo prohibido, de dejar que su destino se tuerza sin saber por cuanto tiempo. La adrenalina lo agobiaba, esos segundos le parecieron años. En fugaces instantes, decenas de vivencias de su infancia se reflejaron en su mente, le vinieron a la memoria los recuerdos de su madre detrás de aquel árbol en su primer día de jardín y todos los días a la salida de su colegio, su padre sentado en las gradas cada sábado durante años, los abrazos después de cada partido. Ni Ana ni Luis estaban presentes en ese bar esa noche de verano, Franco estaba solo, sin embargo nunca había sentido tan cerca la incondicional mirada de sus padres.
-Te agradezco no me interesa- Respondió Franco con voz firme y sin titubear y siguió su camino rumbo a la mesa de sus amigos, consciente de que no importara el tiempo ni las circunstancias, sus padres siempre iban a estar con él.
Fuente: Alejandra Lanfranqui es autora de "El día después del amor". De profesión abogada, descubrió que su verdadera vocación es escribir y se animó con su primera novela que ya es un éxito y en la cual nos invita a viajar por el amor.
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