María tenía una vida organizada. Su rutina estaba perfectamente ordenada, el equilibrio le daba la seguridad que necesitaba para andar los caminos sinuosos que sorteaba desde pequeña. No había sido una mujer con suerte, pero a falta de buena estrella tuvo coraje y disciplina. Las veces que se había animado a dejar librado al azar algún hilo del destino y dejarse llevar por la mística del universo, su mundo se había partido en pedazos. En su vida no había espacios para lo aleatorio, las sorpresas ni las improvisaciones, nunca habían resultado buenas decisiones.
Todo estaba bajo control: la rutina de sus hijos, su agenda laboral, las clases semanales de gimnasia, un grupo de pertenencia donde compartir ratos libres y sostenerse en momentos difíciles, la mascota indicada para sus hijos y los ingresos profesionales suficientes para mantener una vida sin sobresaltos. Nada podía apartarse una letra del guion que María tenía planeado en su mente. El control y el orden eran su mejor antídoto a la incertidumbre y la vulnerabilidad tan temida por su alma rota.
Desde el indignante desenlace de sus 20 años de matrimonio, pasó años navegando tormentas y tratando de sostener el timón de su barco donde también viajaban sus hijos. Fueron muchas las noches de insomnio, lamentándose de cada señal que había ignorado del destino, abrazándose a la almohada como si fuera aquel amor que la cobijaba y que desde pequeña había soñado.
A lo largo de los años y a fuerza de resiliencia, María se había transformado en una experta administradora de vivencias, siempre tratando de que las piezas de su existencia encajen en los capítulos que ya tenía guionados para su futuro. Con una precisión minuciosa se encargaba de escribir los episodios de su historia evitando que cayera en giros inesperados de amores equivocados.
Había llegado a los cincuenta años, con un buen pasar económico como traductora de idiomas, con hijos criados y dieta y ejercitación en la proporción justa recomendada por los médicos. Se rehusaba a conocer extraños, le generaba vértigo asomarse al abismo de la conquista. Una noche ante la insistencia de una amiga aceptó salir a cenar con ella, su marido y un amigo de él.
Había vuelto de un viaje de trabajo, pero de todas formas y sorpresivamente, aceptó la invitación.
Llegó al lugar, saludó a su amiga y al marido y se sentó enfrente de su candidato, se llamaba Pedro. Se saludaron y comenzaron a hablar como si se conocieran de vidas pasadas. En esas pocas horas, le quedó claro que Pedro no era el hombre indicado para su vida: Pedro era un hombre de campo. No tenía horarios prefijados. Vivía la mayoría del tiempo en el campo criando caballos. No usaba zapatos de vestir, trajes ni dispositivos digitales. Tenía el cielo en su mirada y una sonrisa cálida dibujada en su rostro. María lo escuchaba como si estuviera hablando con un extraterrestre.
Rara vez se relacionaba con personas que no encajaran en su estilo de vida, el guion de su historia no estaba sujeto a cambios. Sin embargo ver la sonrisa de Pedro, reírse a carcajadas con sus ocurrencias y sentirse protagonista de su mirada dulce y profunda, la descolocó. Esa noche, Pedro la acompañó hasta su casa, le dio un beso en la mejilla y le propuso volver a verse.
Tuvieron un reencuentro, María no podía creer estar viviendo ese momento. Era feliz, se reía, se sentía única a los ojos de Pedro, segura en el refugio de sus abrazos y acompañada al caminar de su mano. Poco ya le importaba la distancia, no saber andar a caballo, no tomar mate o la falta de trajes y zapatos en el vestuario de Pedro.
A Pedro le empezó a gustar venir a la ciudad. Disfrutaba sentarse en un bar y tomar un café con María. Se compró ropa de vestir para acompañarla en sus reuniones sociales y se amigó con la tecnología. Ella lo visitaba en su campo los findes de semana, se animó a montar un caballo y aprendió casi a la perfección los nombres de los tipos de árboles y pájaros que habitaban en su campo.
Las lunas eran testigo de cómo dos almas libres y sin necesidad de cubrir vacantes, acariciaban sus arrugas, curaban sus heridas y se reían irreverentes de sus diferencias. Se habían atrevido a coincidir y conectar su esencia y en ella se descubrieron plenos e iguales.
Esperando que llegara el amor perfecto que ensamblara en sus rutinas programadas, a María le había llegado insolente y sin avisar, un amor fuera de libreto, uno que la descolocó de su centro de operaciones. Había llegado a su vida un hombre valiente, sin dobleces ni condiciones dispuesto a arroparla entre sus brazos y hacerle sentir en cada mirada que la vida tenía colores, aromas y muchos amaneceres por compartir, en el campo o en la ciudad con mate o café, pero con la alegría de vivirlos juntos.
María y Pedro con el alma entre sus manos comenzaron a escribir su propia historia; la historia de como el amor menos pensado podía transformarse en el que siempre soñaron.
Fuente: Alejandra Lanfranqui es autora de "El día después del amor". De profesión abogada, descubrió que su verdadera vocación es escribir y se animó con su primera novela que ya es un éxito y en la cual nos invita a viajar por el amor.
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