Los mandatos producen una auto-limitación en algún área del ser o sobre la manera en que una persona se relaciona. Estos mensajes pueden recibirse de figuras cuidadoras significativas, frecuentemente de parte de madres o padres. Los mandatos pueden ser mensajes que salen desde el plano inconsciente, es decir, que pueden no ser explícitos.
Un ejemplo de mandato puede ser cuando un bebé llora de manera efusiva y alguien de la familia dice: “¡Qué carácter tiene ese niño!”, siendo que es natural que los bebés lloren cuando tienen hambre, sueño, dolor etc. Luego, en los primeros años de la infancia, cuando ese niño responde de manera irascible (teniendo en cuenta que esperable que una niña/o responda así, ya que aún está en proceso el desarrollo del aprendizaje de la gestión de las emociones) muchas veces su mamá o su papá le dicen: “Qué carácter fuerte va a tener esta criatura”. Ya en la adolescencia, ante su comportamiento propio de la edad, la familia dice: “Siempre, desde chiquita, tuvo ese carácter”.
En este caso, ese niño o niña empezó a cumplir el rol que le impusieron desde pequeño, y de adulto se convierte en una persona con niveles emocionales intensos porque ocupa ese lugar que se le impuso desde la infancia. Ese es un caso de cómo los mensajes inconscientes pueden ser tan nocivos para la pisque, la mente, cuerpo y alma. Los mandatos transforman y forjan a una persona a “ser” lo que el entorno les impuso.
Sobre los mandatos de género, la perspectiva del patriarcado propone cómo debe comportarse un hombre y una mujer, que se estructuran principalmente en torno a la sexualidad y la relación de pareja o con otros individuos.
En este punto, quisiera detenerme en el impacto de los mandatos culturales y generacionales que “deben” cumplir las mujeres: encontrar el amor, ser madre, conformar una familia, cuidar de otros, cocinar, limpiar en la casa y estar siempre pendiente de su aspecto físico.
Las repercusiones psicológicas de estos mandatos están vinculados al aprendizaje de “ser y estar” para los demás. Es decir, aprender que cubrir las necesidades y los deseos de los otros es más importante que atender los propios. Se deja a un lado el “yo individual”, a favor del “yo para los demás”, quedando disponible para el cuidado, la comprensión y el apoyo emocional ajeno.
Como consecuencia, la autoestima depende, en gran medida, de la mirada y las opiniones de los demás. Esto genera un malestar relacionado con la inseguridad, el miedo y la dependencia hacia los otros.
Planteado esto, una vez visualizados los mandatos que seguramente de manera inconsciente pueden replicarse de madres y padres a sus hijos, trabajar para romper con esas estructuras puede formar parte de un cambio de paradigma que impacte de manera favorable en las nuevas generaciones.
Fuente: Marisol Barreiro, Neuropsicóloga clínica (MN 45683 | MP 73453), Lic. En psicóloga TCC
Coordinadora área de Rehabilitación y Psicología del Sanatorio San Gabriel
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