Mi jefe miró detenidamente la planilla con los resultados del trimestre. Era la primera vez en tres años que ese programa de televisión daba ganancias.
-Muy bueno, Eduardo -dijo devolviéndome la hoja- Del dinero que quede este año, el 75 por ciento es para vos y el otro 25 es para mí, dijo guiñándome un ojo. Después lo miró a Norberto buscando complicidad. Su socio le sonrió.
Salí de su despacho contento. Había ido a mostrarle que no era cierto que ese programa era malo, sino que el equipo era el problema. Un solo trimestre me había alcanzado para dar vuelta las cosas y dejar de perder plata.
En mi escritorio pensé en el incentivo propuesto por mi jefe. Si bien parecía desproporcionado que siendo el dueño se quedara únicamente con la cuarta parte, había un sentido. Para él este programa solo era una herramienta de relaciones públicas y no representaba nada en sus ingresos millonarios provenientes de compañías de seguro, sanatorios, y empresas constructoras. Para mí, en cambio, cualquier peso adicional hacía una enorme diferencia.
El tiempo fue pasando y los números del programa consolidándose. Como ahora tenía un incentivo claro me desvivía por maximizar las ganancias. Cuando faltaba poco para cerrar el año, revisé la rentabilidad con cuidado. Mi parte era el equivalente a seis sueldos. Medio año de trabajo. ¿Qué voy a hacer con eso? Hay una camioneta que me encanta. Pero mi mujer va a preferir arreglar el departamento, pensé.
Cuando terminó el ciclo el programa había dejado cincuenta y cuatro mil dólares de ganancia. Mi premio eran cuarenta mil. Un montón de dinero. Hice la presentación y orgulloso se la llevé a mi jefe. La miró, me felicitó y después de dejarla sobre su escritorio, cambió de tema.
-¿Cómo avanza el negocio del sanatorio San José?
-Trabajoso, le contesté. No es fácil lidiar con la Iglesia.
-No aflojes, me dijo serio.
Volví a mi escritorio contrariado. Más allá de la rápida felicitación no habíamos hablado de mi premio. Tal vez fuera prematuro porque una parte todavía no se había cobrado. ¿Pero me podría haber dicho algo, no?, pensé. Tranquilo Eduardo, hablará del tema cuando tenga el dinero en la caja, me serené.
A fines de enero ya se había cobrado casi todo. ¿Me pagará el proporcional de lo cobrado, o será que no piensa darme nada? Mis propias preguntas empezaban a inquietarme. No puede ser, si cuando me prometió el 75 por ciento estaba delante de Norberto que es un caballero. Vos tranquilo, me dije.
Pasaba el tiempo y yo no podía hablar del asunto con nadie. No quería exponerme a quedar como un idiota, al que no solo le incumplían el acuerdo sino que tampoco era capaz de reclamarlo. Temía plantearle que me debía dinero. Era tal la asimetría de poder con mi jefe –dueño versus empleado-, que tenía terror de que me echara por impertinente.
Para mediados de junio me di cuenta de que mi posición era mucho más débil que antes. La empresa ya había cobrado todo y a mí no me habían pagado nada. A esas alturas me conformaba con cobrar la mitad. O aún menos si es que me daba una explicación razonable. Pero nada ocurría. Durante una de nuestras habituales reuniones tuve un ataque de impulsividad.
-¿Te acordás que me habías prometido un premio si el programa daba ganancias?, le dije sintiendo que corría un riesgo de muerte.
-Dejame ver, porque el año pasado tuvimos varios incobrables.
Me quedé helado. Me fui de su despacho con la cola entre las piernas. Era cierto que en otro negocio un cliente había dejado de pagar. ¿Pero yo qué culpa tenía? Me cagó. Ese día supe que la ilusión de mi bono era solo eso: una fantasía.
Pasé varias noches pensando en cómo retomar el tema. Involucrarlo a Norberto que había sido testigo. Confrontar duramente con mi jefe a suerte o verdad.
Todos los corajes nocturnos desaparecían al amanecer. No podía hacerlo. Tenía pánico que por reclamar algo justo terminara perdiendo todo. Mi mujer estaba embarazada y no eran tiempos para correr riesgos. ¿Alguna ocasión lo sería? ¿O la vida es eso que nos pasa mientras esperamos el momento adecuado?
Durante un año seguí yendo a la oficina y fingiendo entusiasmo cuando por dentro me iba pudriendo, como una gangrena que avanza inexorable. Cierto día un amigo me propuso un negocio atractivo. Desde la empresa podíamos llevarlo adelante con facilidad porque no requería mucho capital y teníamos el equipo para hacerlo. Mi amigo era un tipo muy conectado por lo cual se abría un abanico de posibilidades.
Cuando me estaba entusiasmando caí en la cuenta de que iba a tener que lidiar nuevamente con mi jefe y sus promesas. Después de unos instantes en que mi cara debe haber cambiado abruptamente, le dije:
-No va.
¿Qué parte no te convence?, quiso saber mi amigo.
-Antes de llevar otro negocio y que me vuelvan a cagar, prefiero no hacer nada.
Me miró asombrado. No sabía bien a qué me refería pero entendió.
Me sorprendí a mí mismo al escucharme decir eso. Tomé conciencia de que debía renunciar. No podía seguir malgastando mi vida. Había pasado un año esperando que me cumplieran y otro más envenenándome. Trabajaba sin alegría y prefería que las cosas no avanzaran antes que ser defraudado nuevamente. Era hora de partir.
Aunque fuera el momento menos oportuno para quedarme sin trabajo porque acababa de nacer mi hijo, decidí renunciar. Era eso o enfermarme. Le dije a mi jefe que era un ciclo cumplido. Para él debe haber sido un alivio porque no tendría que pagarme indemnización y además hacía rato que mi rendimiento era mediocre. El muy hijo de puta me lo remarcó. Pensé en incendiar la conversación contándole que era su culpa porque me había mentido. Que si hubiera cumplido su palabra yo habría mantenido mi nivel y traído negocios que rechacé para evitar que me defraudara nuevamente.
No me animé; ni siquiera yéndome podía decirle la verdad.
Por otra parte una preocupación carcomía mi alma; ¿de dónde iba a sacar el dinero para mantener a mi familia?
Estaba enojado por no haber defendido lo que me correspondía y aliviado por no tener que ir más a esa oficina de mierda.
Qué ironía que lo que más miedo me daba –perder el trabajo-, pasó de todas formas. Peor aún, porque no me echaron por reclamar algo justo, sino que me fui solo, de lo envenenado que estaba.
Fuente: Juan Tonelli, autor del libro "Un elefante en la habitación”, historias sobre lo que sentimos y no nos animamos a hablar".
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