Todos los preparativos estaban chequeados. Listado de invitados confirmados. Salón perfectamente ambientado con las luces y efectos especiales que había pedido la homenajeada. Mesas dispuestas para recibir a los comensales. Música, luces, mozos; todo estaba pronto para dar comienzo a la celebración de los quince años de Guadalupe.
Guadalupe era la única hija mujer, menor de 3 hermanos. Vivían todos juntos con su mamá en la casa familiar donde habían nacido. Misma casa, mismo barrio, mismo colegio, todo parecía repetirse en la historia de la familia, salvo la puñalada inesperada propinada por el destino años atrás, cuando el padre de Guadalupe abandonó la casona familiar para vivir en libertad un romance que durante un largo tiempo había tenido oculto.
Luis, el padre de Guadalupe se había enamorado perdidamente de la mujer de su propio jefe. Se habían conocido unos años antes en eventos laborales, una mirada insurrecta de Luis coincidió con la de Virginia, se escribieron, se vieron a escondidas y se atrevieron a vivir un amor prohibido durante meses, hasta que una noche de primavera decidieron apropiarse de sus vidas y apostar por la pasión que los unía. La historia tenía todos los ingredientes de la típica novela de la tarde que solían mirar las abuelas cuando el mundo ya no les ofrecía nada más que gozar a través de recuerdos o de pasiones ajenas. Sin embargo hubo un detalle que opacó la épica de semejante aventura. Luis no había podido encontrar la forma de explicarle a sus hijos su decisión tan abrupta. Haber actuado por impulso, sin medir las consecuencias, provocó una marea imprevista que arrastró violentamente los cimientos de sus tres amados hijos.
El enojo de sus hijos fue muy grande, el tiempo pudo calmar la furia de los hijos varones que con el correr de los años y compartir juntos tardes de canchas pudieron recomponer, aunque tibiamente, la relación. Guadalupe la más pequeña y mujer, con sus 9 años al momento de la explosión familiar había tomado una posición más dura, haciéndole saber a su padre con todas las palabras el rechazo que sentía por él. Discutieron en un almuerzo que tuvieron y Guadalupe le pidió volver a su casa y no verlo nunca más.
A los dos meses de esa discusión Guadalupe tomó la comunión. Estaba sentada en los primeros bancos de la iglesia con un vestido blanco y un rosario que la había regalado su abuela. La capilla estaba llena, las familias y amigos acompañaban a los pequeños con su cantos y rezos. Guadalupe se pasó toda la ceremonia mirando hacia atrás, quería saber si su papá estaba ahí con ella, lo buscó en cada momento con la esperanza de poder encontrarlo entre tanta gente. Al salir del lugar y encontrarse con su familia para los abrazos, besos y fotos de rigor, confirmó que su papá no había ido a verla. Una de las manos que la sostenía se había marchado, con nueve años iba a tener que aprender a caminar en las sombras del olvido.
Pasaron los cumpleaños, navidades, egreso del colegio primario y Guadalupe seguía esperando que Luis llegara para abrazarla y le trajera un ramo de jazmines como cuando era pequeña. Pero nadie llegaba, el vacío de la ausencia iba marchitando lentamente la inocencia y frescura de Guadalupe; sin embargo seguía guardando la ilusión de volver a sentir la mano de su papá para cruzar las calles de la vida.
Llegó finalmente el gran día, el festejo de sus quince años. Guadalupe estaba feliz, radiante, ansiosa por entrar al salón y encontrarse con su gente, sentir sus abrazos y cercanía. En el rincón más inhóspito de su alma, donde casi ni sus respiros llegaban, vivía intacto el deseo de ver a su padre al entrar y bailar con él el primer vals de su vida.
Guadalupe hizo su entrada a la fiesta, sus hermanos y su madre la esperaban emocionados. La abrazaron fuerte, los invitados se acercaron a saludarla y de pronto las luces se encendieron y el vals empezó a sonar. La homenajeada miraba buscando que el milagro se hiciera realidad. De la multitud que la rodeaba salió su hermano mayor, la besó y bailó con ella ante la mirada emocionada de todos los presentes. Guadalupe fue feliz. Mientras bailaba pensaba y se convencía de que los milagros eran hechos sobrenaturales que solo existían en los cuentos.
Un año más tarde, Luis tuvo un accidente grave. Sus hijos varones lo fueron a visitar a la clínica y él preguntó por su hija. Al día siguiente, una mujercita entro a la habitación de Luis, después de 7 años sus miradas volvieron a coincidir y una sonrisa se dibujó en el rostro agotado de su padre.
Guadalupe se acercó y al oído le dijo: "¡Hola papá! Acá estoy". Luis con el hilo de voz que le quedaba la miró fijo y le dijo: "Hija, espero que algún día puedas perdonarme. No supe nunca cómo acercarme a vos y terminé perdiendo lo que más quiero. ¡No hay un día que no piense en vos!". Guadalupe le dio un beso en la mejilla, acarició su frente y le contestó: "Te perdono papá, me hiciste mucho daño pero perdonándote me siento menos huérfana. Quizás el milagro de tenerte en mi vida se haga realidad. Recuperate que tenemos un vals pendiente", le dijo entre risas tímidas.
Luis esa noche comenzó su recuperación, Guadalupe lo visitaba con sus hermanos. El amor hizo su magia y poco a poco, mientras las heridas iban sanando, padre e hija empezaron a bailar todos los valses pendientes.
Fuente: Alejandra Lanfranqui es autora de "El día después del amor". De profesión abogada, descubrió que su verdadera vocación es escribir y se animó con su primera novela que ya es un éxito y en la cual nos invita a viajar por el amor.
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