El 29 de julio de 1981, en la catedral de San Pablo de Londres, tuvo lugar la boda más impactante del siglo XX. El evento era convocante de por sí: el heredero al trono de Inglaterra al fin iba a formar familia con una joven encantadora y tímida que comenzaba a ganarse el corazón de su pueblo.
Cuando se iniciaron los preparativos, cada pequeño trozo de información que se filtraba era noticia: un país paralizado y pendiente, ávido de conocer cada detalle de lo que -en aquel entonces- parecía un cuento de hadas llevado a la vida real.
El look de una verdadera princesa
Como en todo cuento de hadas, la princesa debe causar impacto con su vestido, y Diana lo logró con creces: eligió a Elizabeth y David Emmanuel para su confección, una elección que sorprendió a todos porque eran una pareja de diseñadores con poca experiencia, ya que tan sólo un año antes del evento habían salido de la facultad de moda. Pero a ella le gustaba su estilo romántico, desenfrenado y algo excéntrico, y no dudó en contratarlos. De hecho, fue ella misma quien los llamó por teléfono.
Se necesitaron tres meses para hacerlo y Diana acudió disciplinadamente a probárselo repetidas veces. Siempre que iba al taller de Brook Street pasaba por el piso donde estaban las modistas a saludar. Desde el principio dejó claro que quería un diseño “de princesa”, con una parte de arriba ajustada, mangas abullonadas y una gran falda de vuelo, con una cola de más de siete metros.
Las semanas antes de la boda, Diana adelgazó tanto que su cintura pasó de medir 74 centímetros a 58: años después se sabría que era debido a la bulimia que padecía. El vestido tuvo que hacerse y rehacerse cinco veces para adaptarse a su figura, pero llegó un momento en que el modisto se cansó y dijo que no volvía a cortar más patrones hasta que supieran exactamente las medidas definitivas. Finalmente, cuando pareció que la futura novia se estabilizó un poco, cortaron las decenas de metros de tafetán de Stephen Walters y la seda de Lullingtsone Silk Farm que habían encargado. El encaje vino de la firma Roger Watson y se incrustaron diez mil perlitas y pequeñas lentejuelas brillantes por todo el vestido y también por el velo.
Como la prensa estaba continuamente husmeando por las ventanas y todos querían conocer el diseño antes del día de la boda, se llegó a temer que alguien consiguiera una fotografía del traje. Para evitar que el vestido no fuera una sorpresa, se hizo otro “por si acaso”. También se hizo una réplica exacta de la falda del vestido que finalmente llevó Diana “por si acaso se lo manchaba tomando una taza de café”.
El calzado también cuenta una historia: Diana llevó un diseño de Clive Shilton, uno de los zapateros favoritos de las celebrities. Tenían un taco muy bajo para no parecer más alta que su marido. Los zapatos se hicieron de satén y fueron adornados con 500 pequeñas lentejuelas y 100 perlas. Las suelas interiores eran de terciopelo y llevan las letras “C” y “D” grabadas, por Carlos y Diana. En la solapa llevaban un gran corazón con un ribete de encaje.
Diana utilizó una reliquia familiar que ha estado en manos de los Spencer durante casi un siglo, llamada Spencer Tiara, que fue creada con diferentes elementos. En 1919 su parte central se dio como un regalo de bodas por parte de Lady Sarah Spencer, la prima soltera del vizconde Althorop, para Lady Cynthia Hamilton, la abuela de Diana. Se sabe que otras partes provienen de la colección de Lady Sarah que aparentemente adquirió en los años de 1870. Sin embargo, no fue hasta la década de 1930 que Garrard recibió el encargo de convertir las piezas en la pieza que usó Diana el día de su boda y que continuó llevando posteriormente, sobre todo en eventos de gala.
En cuanto al perfume elegido para el gran día, Diana optó por Quelques Fleurs de la casa parisina Houbigant. Mientras se lo ponía en las muñecas, se le cayó bastante por el vestido y le creó una pequeña mancha en la falda. Como no había tiempo de cambiársela, su maquilladora ese día, Barbara Daly, le dijo que lo tapara todo el rato con el ramo o con su mano. Es por eso que, durante gran parte de la ceremonia, se ve a Diana taparse un trozo de la falda repetidas veces.
El primer beso de casados
A pesar de que, generalmente, las parejas reales nunca se besaban en el balcón de palacio, en cuanto los recién casados aparecieron delante de la multitud, ésta comenzó a gritar “Kiss, kiss”, es decir, “beso, beso”. El príncipe Andrés le dijo a su hermano en broma: “Vamos, bésala”. Carlos, siempre respetuoso con el protocolo, le pidió permiso a su madre, la Reina si podía hacerlo. Ante la respuesta afirmativa de su madre, Carlos y Diana se besaron, dando lugar a una postal histórica de aquel momento.
La celebración y el menú
El festejo posterior a la boda fue muy exclusivo, ya que asistieron solamente 120 personas: teniendo en cuenta que se trata de la realeza, es un número reducido de invitados.
El menú estaba completamente escrito en francés, una costumbre que data de los tiempos de la reina Victoria. Durante la velada se ofrecieron Quenelles de Barbue Cardinal, seguido de Suprême de Volaille acompañado de Fêves au Beurre, Maïs à la Créme et Pomme Nouvelles. Luego se sirvió una ensalada y se acabó con fresas con Crème Caillée.
Según los expertos en realeza, el menú que se ofreció en la boda de julio de 1981 fue de una gran sencillez si lo comparamos con el de otros enlaces. Sin embargo, la selección de vinos fue de altísima calidad: un Brauneberger Juffer Spätlese de 1976, un Château Latour 1959, seguido de champán Krug de 1969.
Las exquisiteces dulces fueron, nada menos, que veintisiete tortas gourmet. Y la torta oficial de bodas fue una creación del pastelero David Avery, jefe de la Royal Naval Cookery School. Estaba hecha de bizcochuelo de frutas, medía más de metro y medio de alto y estaba compuesta por cinco pisos con forma de pentágono. Como adornos se escogieron columnas corintias, flores y los escudos de armas de ambas familias.
En 1981 el costo de la boda fue de 48 millones de dólares, cifra que actualizada a la fecha, ascendería a 135.