Las rutinas en la familia de Pedro se cumplían sin excepción. Eran muchos para organizarse y sus padres trabajaban duro en el emprendimiento familiar para poder sostener un hogar con cuatro hijos en edad escolar. Los días transcurrían entre armado de mochilas, uniformes y tareas escolares, a la espera de los fines de semana para relajar y compartir actividades juntos.
Pedro era el mayor de los cuatro hijos, ese año cursaba el último del colegio primario. Con sus 12 años colaboraba en sus ratos libres con sus padres en el negocio y se ocupaba de los asuntos escolares de sus hermanos menores.
El papá de Pedro sufría de una enfermedad en la vista que, lenta pero progresivamente, lo llevaría a la ceguera total. Sus hijos no sabían que la mirada pronunciada de su padre y su dificultad para leerles cuentos por las noches podía tener un desenlace tan abrumador. Lorena, su madre, trataba de evitar el tema con la esperanza que ese día nunca ocurriera.
Una mañana de las típicas del año escolar, sonó el despertador, los cuatro niños empezaron a vestirse y a preparar mochilas mientras Lorena les preparaba el desayuno en tiempo récord para subirlos al auto y llegar al colegio en horario. Generalmente el papá también se levantaba y, si bien ya no manejaba, colaboraba en la dinámica familiar de la todas las mañanas. Ese día no se levantó ni siquiera para despedirlos antes de que se marcharan de la casa.
Mientras volvía en el auto, luego de dejar a los cuatro niños en la escuela, Lorena presintió que el fantasma de la ceguera de su marido estaba abriendo las puertas para instalarse para siempre en la vida de su familia.
Al llegar a su casa, caminó hasta la habitación a ver a su marido. Durante los segundos que demoró en llegar venían a su mente cada una de las penumbras que a partir de ese momento ella y sus hijos iban a tener que atravesar.
Por cada paso que daba hasta llegar, su corazón latía más fuerte, sabía que estaba a punto de abrir la ventana a un huracán que podía despojarla de un tirón de su centro de estabilidad, pero Lorena era una mujer valiente, la vida la desafiaba impetuosa a transformar el dolor en una nueva forma de vida.
Siguió caminando a paso firme esos metros que la separaban del abismo y saltó al vació. Prendió la luz del cuarto, se acercó a su marido y lo abrazó. Él la buscaba en la inmensidad de las sombras que a partir de esa mañana iba a ser parte de sus días. Lloraron juntos, abrazados. Las caricias los unían sin condiciones.
Esa tarde, cuando sus cuatro hijos llegaron del colegio, se sentaron en el living familiar con su marido y les contaron de la ceguera de su padre y cómo, a partir de ese día, iban a tener que organizarse.
Los niños más pequeños no lograban entender la profundidad de la desdicha en la que su papá había caído, pero Pedro no podía dejar de llorar. Lloraba en silencio para que su padre no sintiera el dolor que se escurría por sus mejillas. Sus padres lo sintieron, lo abrazaron fuerte y le hablaron en ese tipo lenguaje tan único y mágico que solo puede pronunciarse desde el alma.
Esa noche, con todos ya dormidos, Pedro se levantó de su cama y fue en búsqueda de su madre. La encontró, pensativa, sentada en la cocina. Se sentó y le dijo: 'Mamá, qué vamos a hacer con lo de papá? Tenés el negocio y mis hermanos son muy chicos. Decime que todo esto va a pasar y todo va a ser como antes!'. Lorena lo tomó de la mano y le dijo, mirándolo tiernamente a los ojos: 'Pedro de mi corazón, nunca hubiera querido que esto sucediera, pero los días lluviosos son parte de paisaje. Hoy las ramas de nuestro árbol se cayeron todas pero el árbol sigue de pie. Te pido nunca dejes de mirarme. Saber que me miras me da la fuerza que necesito para seguir y ser tu guía en este camino. Vamos a salir adelante juntos'.
Los meses pasaron, Lorena fue transformando la desdicha en oportunidades. Amplió el rubro del negocio y las ventas se incrementaron. Golpeó todas las puertas posibles hasta llegar a un cirujano que le dio un atisbo de esperanzas para que su marido recuperara, al menos algo, de visión. La operación era costosa y en el extranjero. Demoró tres años en juntar el dinero a través de colectas barriales e incluso campañas solidarias a través de redes sociales. Sus hijos crecieron. Su marido recuperó algo de visión. Pedro era su mano derecha. Nunca dejó de mirarla.
Los años pasaron y, a sus más de 80 años, Lorena partió rodeada del amor de su familia y amigos. Cuando Pedro salía del funeral de su madre, su hijo de 12 años lo abrazó fuerte y antes de subir al auto le dijo: 'Papá, que vamos a hacer sin la abuela? Fue la mejor abuela, siempre con su sonrisa nos acompañó en todo!'. Pedro lo tomó de la mano y le dijo, mirándolo tiernamente a los ojos: 'Hijo querido, te voy a decir algo que la abuela me dijo uno de los días más tristes de mi vida. Hoy las ramas de nuestro árbol están caídas, pero el árbol sigue de pie. Te pido nunca dejes de mirarme. Saber que me miras me da la fuerza que necesito para seguir adelante y ser tu guía en este camino. La abuela siempre va está entre nosotros, incluso a través de estas palabras'.
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