Era una tarde calurosa en la ciudad cuando Sebastián recordó que tenía que ir al banco a terminar un trámite. Faltaban apenas minutos para que cerraran las puertas cuando entró y se sentó al lado de Marcela.
Marcela estaba esperando que un oficial la atienda para dar de baja una cuenta que compartía con su ex marido y Sebastián necesitaba retirar algo de sus ahorros guardados en la caja de seguridad para señar un auto nuevo.
Los minutos pasaban y solo se sentía el ruido de fondo de los aires acondicionados. Sebastián la miró a Marcela e iniciaron las típicas conversaciones sobre "la nada misma", siempre útiles para ese tipo de momentos, en los que pareciera que la vida quedara en suspenso, hasta que el número que tocó en suerte reciba la "mención de honor" de ser llamado.
Sin embargo, la charla parecía ser cada vez más atractiva: llegaban a interrumpirse con las preguntas de cada uno hasta que sus miradas se encontraban en cada silencio. Lejos había quedado la imagen de dos personas apuradas aguardando ser atendidas en un banco. Sebastián le contó sobre la venta de su auto y a Marcela le pareció una buena oportunidad para analizar el cambio del suyo.
Se pasaron los contactos telefónicos, cada uno logró hacer su trámite y se marcharon al mismo tiempo. Al salir del banco, Marcela lo miró a Sebastián y le dijo que al día siguiente seguramente iba a pasar a ver el auto que tenía en venta. Sebastián necesitaba venderlo para poder comprar el nuevo que ya tenía en mente. Se saludaron con la certeza de que volverían a verse.
Habían pasado casi 4 años del accidente fatal de la mujer de Sebastián. Todavía tenía en el cuerpo el abrazo que le había dado en el momento más oscuro de la agonía. Su vida había quedado en pausa, se dedicaba exclusivamente a sus dos hijas pequeñas, a sostener un hogar al que le habían robado el corazón. Sebastián intentaba amorosamente ser el refugio incondicional de sus niñas y poco a poco logró devolverles las sonrisas, aunque las suyas no fueran más reales.
Transcurrieron las horas y el día pasaba sin que Marcela se comunicara para ver el auto. Sebastián empezó a registrar su ansiedad, miraba el teléfono celular a cada momento esperando recibir un mensaje de ella, su auto estaba casi vendido a un amigo suyo. Sin embargo, algo lo impacientaba: su interior volvía a susurrarle al oído, su jardín de emociones pedía volver a ver el sol.
Marcela había tenido un día muy complicado en su trabajo. Sus días se repartían entre su trabajo, tareas domésticas, gastos que pagar e hijos que criar casi sola. Su ex marido había caído en la trampa mortal de los "miserables de espíritu" que pierden hasta la memoria en el fragor de pasiones ocasionales disfrazadas de amores incontrolables.
Para Marcela no fue una sorpresa el puñal que desde hacía dos años tenía clavado en sus espaldas, su alma mustia resistía en silencio el paso de los años. La traición era un escenario posible en el abanico de prácticas de huérfanos emocionales, pero la desidia y la indiferencia hacia sus propios hijos era una herida que cada día se abría más.
Llegó tarde a su casa, con el tiempo justo para repasar las tareas escolares de sus hijos y preparar la cena. Todo el día había estado pensando en escribirle a Sebastián para ver su auto, aunque poco le interesaba el modelo y el precio; hacía mucho tiempo que no pensaba en alguien que no fuesen sus hijos, su jefe o sus padres. Ese día y en varios momentos Marcela había pensado en Sebastián. Por primera vez en mucho tiempo, sintió ganas de volver a entrelazar miradas cómplices y sentir que todavía había colores por descubrir en sus días grises.
Llegó finalmente el mensaje de Marcela. Al día siguiente se vieron, hablaron y volvieron a interrumpirse entre risas hasta que sus miradas se reencontraron y el tiempo se detuvo. Marcela y Sebastián no tenían pasado ni interrogantes de futuro, en ese mismo momento una luz mágica entraba a través de las fisuras de sus dos almas rotas y transformaba cada instante en un regalo por descubrir.
Las semanas pasaron entre besos, confesiones y atardeceres de encanto que abrazaban dos almas cada día más enteras y dispuestas a amar, a volver a confiar y a entregarse a la aventura maravillosa de sentir.
Sebastián había invitado a Marcela a cenar a su casa, sus hijas se habían ido a pasar el fin de semana con sus abuelos. Juntó a sus amigos y le pidió consejos urgentes para pasar la noche con la mujer que le había devuelto latidos a su corazón. Lo había perdido todo, sin embargo la vida le abría un capítulo inesperado. El amor insistía en quedarse y Sebastián estaba dispuesto a abrirle la puerta.
Sus amigos le recordaron todas las técnicas de seducción, repasaron como adolescentes las artes amatorias básicas para noches de pasión y uno de ellos antes de terminar el entrenamiento intensivo le dijo: "Sebastián, en el mejor momento, cuando todo pareciera que fluye, vos preguntale a ella al oído, qué te gustan que te hagan". Todos se rieron y se marcharon ansiosos por saber cómo iba resultar el encuentro.
Marcela estaba nerviosa, la invitación a la casa de Sebastián le recordaba los nervios de la primera vez que tuvo relaciones con su novio de la juventud. La vida no había sido muy generosa con ella, durante décadas vivió en soledad la tristeza de un corazón abandonado. Esta vez sentía que alguien quería arropar sus penas y multiplicar sus sonrisas. Esa noche tenía una cita con la vida y no se la quería perder. Sus amigas le regalaron todo tipo de lencería y quedaron deseosas de volver a encontrarse para saber las novedades de la velada.
La casa de Sebastián estaba perfectamente ambientada para la ocasión: luces tenues, música suave, dos copones de vino servidos y un balcón por donde se asomaba una luna llena prometedora.
Comieron, hablaron y, entre risas y abrazos, brindaron por ellos. Desnudaron sus cuerpos con la misma magia con la que habían desnudado sus almas; estaban juntos, descubriéndose en las caricias y besos del otro. Sebastián recordó el consejo de su amigo y, tratando de demostrarle a Marcela sus artes amatorias, le preguntó al oído: "¿Qué te gusta que te haga?". Marcela tomó la cara de Sebastián entre sus manos y le mirándolo a los ojos le respondió: "¡Que me quieras!"
Fuente: Alejandra Lanfranqui es autora de "El día después del amor". De profesión abogada, descubrió que su verdadera vocación es escribir y se animó con su primera novela que ya es un éxito y en la cual nos invita a viajar por el amor.
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