Una de las imágenes más seductoras que nos da la vida es la de un árbol de Navidad lleno de paquetes de colores con sus moños invitando a ser abiertos. Incluso este año donde todavía no sabemos cuántos podremos reunirnos en un lugar cerrado.
El problema es que ciertas tradiciones indican que hay que esperar hasta las doce de la noche para descubrir su contenido, algo que puede resultar tortuoso para chicos con sueño, adolescentes con ganas de salir a pasear (ni ese día se quedan) y vecinos que se aparecen de golpe a buscar más “combustible” después que se tomaron hasta el merthiolate.
Recuerdo que cuando yo era chico, para entretenernos un rato y evitar que nos lancemos sobre los regalos antes de tiempo, luego de la cena del 24 mis tíos y primos comenzaban a contar chistes viejos para alargar el tiempo y entretenernos un rato.
0bviamente que de esas chanzas se reían ellos solos, como cuando en voz baja contaban los cuentos más verdes creyendo que no los escuchábamos.
Pero lo mejor venía después, cuando ya cansados de distraernos con cañitas voladoras y cohetes, nos mandaban al lado de la abuela María para que ella nos contara cuentos. María nos hacía sentar a su alrededor y nos hablaba con una voz muy suave y llena de interrogantes.
Una Navidad en la que había pocos regalos en el árbol, yo diría casi ninguno, su discurso sonó raro: “cada vez son más las cosas que no necesito”, empezó diciendo. Y nos dijo que nos iba a contar un cuento sobre la importancia de no esperar grandes regalos, sino por el contrario, disfrutar solo del afecto de pequeños presentes hechos con amor.
Esa noche a las 12 fuimos al árbol y descubrimos que los juguetes deseados no estaban, y habían sido reemplazados por paquetitos de caramelos con cartitas manuscritas por mi padre. Nos fuimos a dormir muy tristes; mi hermano menor lloraba en silencio. Pensamos: “Santa Claus se olvidó de pasar por nuestra casa”.
Nadie había sabido cómo explicarles a dos niños que su padre necesitaba todo el dinero disponible para una operación que tenía que hacerse de un tumor en el cuello.
El tiempo pasó, mi padre sobrevivió y falleció cuarenta años después de ese hecho y por otra razón. Pero algo cambió en mí para siempre.
Desde entonces, cada Navidad, cuando todos mis familiares corren a abrir los hermosos regalos comprados en la múltiple oferta de posibilidades que dan los shoppings, extraño aquellos pequeños paquetes de caramelos, y aquellas palabras escritas con faltas de ortografía y llenas de amor por mi viejo.
Y sobre todo recuerdo la enseñanza que recibí de la abuela, la que hoy soy incapaz de transmitir a mis hijos, porque Santa Clauss sí estuvo aquella noche en casa, y solo ahora que soy un adulto mayor me doy cuenta.
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