Una fábrica grande dentro de un paisaje verde y montañoso es el dibujo que cuelga de la pared del living de su casa. Elisa Forti (83) lo mira todos los días. Se acuerda, quizás, de aquellos tiempos en la ciudad de Como, en el norte de Italia, cuando jugaba con sus hermanos, Gino y Giorgio, en ese mismo lugar. Lo habrá ubicado, tal vez, en un espacio central para no olvidar esa fábrica que quedaba en Monticello, entre Como y Milán, y que un día su papá, Félix Sampietro, decidió pintar para plasmar en una imagen la historia de sus raíces.
Elisa tenía 14 años cuando su familia, cansada de tanta guerra, emigró a la Argentina e incluso mudó la fábrica de seda natural que dirigía su papá. Los Sampietro desembarcaron en el barrio de Chacarita y rehicieron su vida. Su mamá, Lina, se dedicó a la casa y su hermano mayor, Gino, a los 15 años empezó a trabajar en la fábrica. Elisa no retomó la secundaria, pero estudió costura y francés.
El menor, Giorgio, fue el único de los tres que completó la primaria y la secundaria. “Tengo la manía de no llorar por lo que pierdo, pero busco en lo que tengo algo que tape la falta de lo que dejé”, dice desde el sillón de su casa, acompañada de su hija Adriana, la más chica de los cinco que tuvo. Y para ella, “ese algo” fue el deporte, que reemplazó a la perfección la montaña y el lago de Como.
“Hice vóley desde que puse los pies en Argentina hasta después de que naciera Adriana. Por suerte, a mi marido siempre le encantó que yo hiciera deporte”. Pero a los 72 años, después de perder a su compañero y con casi todos sus hijos ya fuera de su casa, empezó a correr. Una actividad que la ayudó “a tapar la viudez y la soledad”. Y agrega: “Lo que me gustó fue que mis hijos no tuvieran que ocuparse de mí. Quería que tuvieran la libertad de irse de vacaciones sin que yo fuera un problema. Además, todos los meses conocía lugares y corría”, cuenta Elisa con alegría.
Hoy, a diez años de haber descubierto el running, lleva corridas alrededor de 65 carreras en diferentes lugares de Argentina, Italia y España, muchas de ellas, acompañada por sus hijos y nietos; hizo el cruce de los Andes en tres oportunidades y próximamente enfrentará un nuevo desafío: el 16 de febrero subirá el Aconcagua.
-¿Qué creés que te lleva a estar tan bien a esta altura de la vida?
-Tuve la suerte de poder acompañar a mis hijos en la crianza (Nello, Aldo, Fabio, Alvise y Adriana), lo que es muy divertido. Hasta los 40, mi forma de vivir fue muy ligada al deporte, y siempre tuve mucho amor por la naturaleza. Ahora, con el running, me siento muy querida y mimada. Me hacen carteles, veo que mis hijos me miran orgullosos y para los compañeros del colegio de mis nietos soy “la nona que corre”. El ego se te va inflando.
-Corriste carreras largas, cruzaste los Andes, ¿cómo se soporta eso?
-¡Bárbaro! El cruce, por ejemplo, está muy bien organizado. Son tres días en los que caminás y trepás alrededor de 10 horas, tenés la tarde para descansar y al día siguiente te levantás y hacés lo mismo. Por otro lado, están las carreras de montaña, como las que hice en Tandil, Miramar y Sierra de los Padres, que son todas de entre 21 y 28 kilómetros. Yo lo disfruto, no me pongo música porque me encanta escuchar los sonidos de la naturaleza.
Mi nona murió hace poco a los 107 años, y mi tío Gino tiene 84 y sigue trabajando. ¡Están todos muy bien!
-Ahora, para ascender el Aconcagua, ¿cómo es el entrenamiento?
-Entreno cuatro veces por semana, pero es un ejercicio diferente al del running. Estoy haciendo funcional. Un día nado, otro juego tenis; siempre hago algo diferente. No se cómo me tratarán el frío y la altura, pero no conozco y debe ser hermoso.
-Y los chequeos médicos, ¿dieron bien?
-Adriana (hija): Le dio todo bárbaro, está mejor que cualquiera de nosotros. Ahora, con la subida al Aconcagua, la vemos más feliz. Al estar haciendo un entrenamiento cruzado está mejor de la memoria, conecta mucho más. Obvio que nos preocupamos y la controlamos, pero la dejamos ser libre porque la vemos mejor que nunca. La realidad es que somos una familia longeva, mamá tiene 83 y una salud increíble. Mi nona murió hace poco a los 107 años, y mi tío Gino tiene 84 y sigue trabajando. ¡Están todos muy bien! (se ríe).
Así que tu mamá, Elisa, pudo verte correr, ¿qué te decía?
-Me pedía que la llamara cada vez que terminaba una carrera. Y todas las noches hablábamos por teléfono para contarnos las novedades.
UNA INMIGRANTE TANA. Cuando habla de su historia de amor con su marido, Gianni Forti, Elisa señala el cuadro donde está la fábrica. Y de paso, aprovecha para mostrar cada parte: los telares, la estampería, “una fábrica muy completa”, aclara.
Quien los presentó fue su amiga Niza, la hija del dueño. Los primos de ella también habían venido al país y uno de ellos se convirtió en el amor de su vida. Se acuerda de que su amiga le había advertido: “Cuidado con éste, que es terrible”. Se casaron muy rápido y tuvieron cinco hijos, que salieron “casi todos deportistas”. Y a Elisa la maternidad no le impidió seguir haciendo lo que le gustaba: ponía a los chicos a bañar y se iba a practicar vóley al club Teléfonos, y cuando volvía, los acostaba. Agrega entre risas: “Adriana apenas caminaba y ya me daba indicaciones cuando me venía a ver a los partidos”.
Pero sin dudas, uno de los peores momentos de su vida fue en 1982, cuando su hijo Fabio, con 19 años, a una semana de terminar el servicio militar obligatorio, le dijo entre lágrimas que tenía que ir a la guerra de Malvinas.
-Qué paradoja haber escapado de una guerra y que te tocara otra, ¿cómo lo llevaste?
-Fue terrible. Pero las vueltas de la vida son así: uno corre de un lado al otro y cuando a Italia le empezó a ir bien, acá empezó a ir mal. Yo lo tomé como pude, en movimiento. Me puse a hacer cursos de enfermería, recogía paquetes del colegio, del club, iba a La Rural a armar los containers con comida; me movía. Es mi forma de superar las adversidades que me pone la vida.
-¿Tenías contacto con tu hijo?
-Sí, nos escribíamos cartas y en situaciones extremas, siempre conseguía tener contacto. Una noche hubo un bombardeo, y me llamaron de Correo Argentino de Vicente López: “Señora, le quiero avisar que hay una carta de su hijo que dice que está bien”.
-¿Siempre tuviste esperanzas?
-Yo no pensaba en nada, me movía. Mis hijos me decían: “Mamá, no puedo bañarme con agua caliente de sólo pensar donde está Fabio, que no tiene nada”. Ellos me acompañaban. Porque yo creo que la educación va con el ejemplo, no con la palabra.
-¿Y cómo regresó?
-Por suerte, sano mentalmente. Le costó un poco al principio, pero se reinsertó bien. Él fue uno de los que estuvo hasta el final, cuando se rindieron y los ingleses los trajeron al continente. Una vez me escribió agradeciéndome por la educación férrea que le di, que fue de mucha ayuda durante la guerra para él y para sus compañeros.
EN MOVIMIENTO. La nota termina y Elisa sale con nosotros. Tiene que estar en el médico a las 18 y se da cuenta de que está retrasada. Su hija, Adriana, había dejado la indicación de que la acercara con mi taxi. Pero tardaba en llegar y la ansiedad se hacía evidente. “Nos tomamos uno de la calle”, me dice, pero ninguno pasaba. Caminaba rápido y yo la seguía de atrás. En eso, pasó un colectivo y me gritó: “’¡Nos subimos!”. No lo dudé, me subí con ella. Pero una vez arriba, se dio cuenta de que se había equivocado, y que no la iba a dejar en la calle que ella creía. Entonces, me avisó: “Ahora, cuando nos bajamos, vos andá tranquila que yo me voy corriendo, porque si no, no llego”. Le dije que le avisaba a su hija, pero no quiso. Nos saludamos rápido y hasta quedamos en volver a tomar un café algún día. Bajamos y me quedé mirando –admirándola–, cómo se alejaba, a los 83 años, corriendo.
Textos: CANDELA URTA